La política de la Rusia desovietizada pasa desde un principio del proceso por la recuperación de la simbología zarista. Le faltó tiempo a los nuevos gobernantes para sustituir la bandera roja de los comunistas por la tricolor de los zares, como le faltó al clero ortodoxo para desempolvar sus incensarios y, sin pensárselo dos veces, canonizar a un zar como Nicolás II conocido también por Nicolás el Sangriento. En la vuelta al pasado la nueva nomenklatura ve un gratuito pero efectivo factor de prestigio, algo así como la superación de la cultura secularizada que setenta años de dictadura soviética habían impuesto en el país, y de paso un modo de enaltecer a la «nueva clase» que, como ciertos sátrapas africanos, acabará por sentarse en el trono del tirano depuesto en nombre de la revolución. El último gesto en este sentido ha consistido en devolver su viejo nombre de Tsarkoïe Selo — que quiere decir «ciudad de los reyes»– a la bellísima sede palaciega que encontramos a pocos kilómetros de San Petersburgo, a la que los bolches rebautizaron como «ciudad de los niños», un acto que acaso se inscriba en el programa del cuarto centenario de los Romanov, pero que también tiene que ver, a buen seguro, con las manifestaciones crecientes de zarismo popular que han convertido en un santuario, allá en plenos Urales, a la ciudad de Ekaterinenburgo en la que la checa liquidó a la familia real al completo. No es que los cambios en la toponimia sean una novedad en Rusia –San Petersburgo pasó a llamarse Petrogrado, luego Leningrado y, finalmente, de nuevo San Petersburgo–, sino que personajes de indeleble impronta burocrática como Putin se sienten atraídos por el brillo simbólico del viejo y terrible régimen. Cada cual tiene su complejo.
La mayoría de las revoluciones son bienvenidas en su día pero acaban sustituyendo sin más a los tiranos depuestos, crean esa nueva clase» de la que habló Djilas y acaban añorando la pompa y circunstancia que ellas mismas liquidaron. Y eso se le nota menos a un dipsómano como Yeltsin, que colmaba su poderío tirándole viajes en público a las secretarias, pero canta demasiado tratándose de personajes de perfil mediocre como Putin o Medvedev convertidos en zares de mentirijillas. El poder embriaga más a medida que los poderosos son menores. Putin, por ejemplo, que puede dar matarile a un disidente echándole polonio en el té, quizá sueña con algo tan «démodé» como ser Gran Duque en la Rusia de las mafias.
Dentro de muy pocos años será el centenario de lo que todos sabemos. Kerensky y su trupe de enanitos toreros. Las estrategias de los lenin, los troysky y demás compañeros mártires. Fusilamientos por miles y concentración del poder.
¿De qué nos sorprendemos?
Hay que juzgar las actitudes teniendo en cuenta las circunstancias. Hacer otra cosa es engañarnos doblemente.