En el Vaticano no ha sentado bien ni mucho menos, por más que viniera anunciada hace tiempo, la concesión del Nobel de medicina al anciano investigador británico Robert G. Edwards, de 85 años de edad y casi 60 de investigación biológica. Edwards es el pionero y descubridor de la fecundación “in vitro”, ese milagro de la ciencia que ha resuelto un viejo problema de la Humanidad –qua aparece reiteradamente en la Biblia como ocasión del favor divino–, a saber, la infertilidad de algunas parejas que hoy sabemos que son nada menos que el 10 por ciento de las existentes en el mundo. Los del Nobel han argumentado frente al cabreo vaticano que la esterilidad supone un factor de desequilibrio para sus pacientes en los que provoca “profundos traumatismos psíquicos para el resto de su vida”, razón incontestable a la que hay que añadir el éxito imparable de un progreso técnico que, en poco más de treinta años, ha permitido el nacimiento de cuatro millones de bebés. Frente a ellos, la curia romana replica que, en realidad, esa “solución costosa” no resuelve sino que evita y rodea el problema de la infertilidad, dando lugar, de paso, a hechos ingratos como el mercado de ovocitos , la cuestión de los embriones congelados o el oscuro negocio de las madres de alquiler. Igual le parece más natural y lógico a esos escrupulosos que los patriarcas recurrieran a esclavas jóvenes para conseguir descendencia pero, más allá de la broma anacrónica, parece evidente que semejante cerrazón ante un progreso que beneficia sin daños a tantas familias, revela una inexplicable inadaptación a la lógica de los tiempos. Ningún conservatismo podrá detener la marcha de la Ciencia y así como parece lógico que se trate de evitar –y no sólo desde el ámbito religioso—perjuicios que puedan atentar contra las conciencias, no se ve por ninguna parte la razón que permita oponerse a logros cuyos costes son incomparables con los beneficios que producen.
No han bastado más de treinta años (desde 1978 hasta la fecha) para diluir la desconfianza con que entonces fue acogida la “encarnación” artificial de Louise Joy, la famosa “bebé-probeta”, y eso no deja de ser preocupante para quienes esperan de la Iglesia una capacidad de adaptación a las posibilidades que ofrece el progreso, siempre que éstas no atenten contra principios básicos de una moral que habrá de acabar integrando, sin remedio ni merma de su fuero, si se pretende no perder el ritmo de la propia civilización. Logos y mytos mantienen un antiguo pulso que se vuelve más áspero ahora que el ángel no baja ya a ras del suelo a consolar al infértil y prometerle la solución sobrenatural.