No cabe duda de que el reciente acontecimiento registrado en la política francesa –la elección de Presidente de la República y posterior formación del Gobierno– trasciende con mucho el ámbito nacional francés. Hay en la izquierda europea quien se alarma ante la irresistible ascensión de un político sin fisuras dotado de la inusual condición de la rotundidad que contrasta de forma violenta con la ambigüedad convencional. Hay en la derecha, por contra, quien se inquieta ante un proyecto de “concentración” que es tal vez el primer (y no sé si decir “único”) intento de concretar la proverbial promesa de centrismo. Cuando se ha conocido la compasión del gabinete, sobre todo, y se ha visto en la foto de familia a un socialista reputado como Kouchner junto a un probado liberal como François Fillon, algo sutil ha quebrado en los esquemas habituales del manual partidista, entre otras cosas porque esta doble presencia fragiliza en extremo la teoría de no pocos adversarios que hacían depender el triunfo de esta nueva derecha sin complejos con la mascarada lepenista, olvidados de que en su día también el PSF se benefició de un abultado voto de esa extrema derecha.
¿Es exportable ese modelo que, por ahora, no ha hecho más que insinuarse, podrá tal vez la política europea –tan acomplejada, tan solipsista e insolidaria, tan cegata y cobardona– reproducir, ya se vería en qué grado, un modelo de política basado justamente en todo lo contrario, a saber, en la claridad de ideas, en la asunción bizarra del riesgo y, en espacial, en la insólita ocurrencia de restituir al lenguaje político el vigor perdido del lenguaje normal? Es pronto para contestar esta pregunta, pero en Francia raros son los analistas (no cuento a los “orgánicos”) que no han advertido la posibilidad de una eventual influencia del proyecto de Sarkozy, verosímilmente reforzado tras las próximas ‘generales’, sobre una Europa carente de liderazgo que funciona, expresamente o de modo tácito, por si fuera poco, como cónsul de unos EEUU que no están en su mejor momento. ¿Podría este “centrismo” de hecho –una vez disipada la leyenda de la dureza de Sarkozy, arma frustrada de sus rivales– ofrecer a Europa un modelo de gestión social menos atento a la formalidad partidista que a la eficacia en la tarea pública?
Supongo que el profesor Felipe Sahagún no nos trae esa buena nueva (porque lo sería, por encima y por debajo de las pasiones ideológicas), entre otras cosas porque la actual campaña municipal está demostrando la obsolescencia de nuestra partitocracia, el fracaso irremediable y, a veces, irritante, de la obsesión aparatista, la miseria de la competición. Escuchen a esos candidatos aferrados a la descalificación, diariamente determinados por el reproche flamante contra el de enfrente, ajenos al clamor de un pueblo que sabe, en medida mucho mayor de lo que ellos suponen, lo que necesitan y lo que les conviene, aunque el propio sistema –la ley electoral, los condicionamientos hegemónicos, también, ay, el precario nivel cultural– les impida volcar el puchero en busca, en efecto, de un modelo nuevo más pendiente de la eficacia que del signo, más atento a la realidad común que a la llamada simbólica de unos y otros. La sorpresa de Sarkozy en Francia pudiera consistir, si cumple lo que promete, en el hallazgo de una salida a la crisis de la representación democrática, es decir, en el principio del fin de un sistema que viene deteriorándose a ojos vista sin que nadie acierte a dar con el remedio. ¿El desplazamiento al centro implicado por la desnaturalización de la clásica bipolaridad (izquierda-derecha) que, sin ser superada ha sido, cómo dudarlo, extinguida en sus posibilidades? Habrá que ver qué se entiende por Centro, hasta cuándo permanecerá pasmada la Izquierda convencional (en Francia, sencillamente el PSF) y si esta aventura no romperá la vajilla de las previsiones constitucionales hasta forzar la búsqueda de una Sexta República. Sarko es, sobre todo, un político creíble, alguien que basó su ascensión final en algo tan elemental como difícil: analizar sin miedo, hablar claro, prometer rotundo. No dejaría de ser irónico que la clave de estas regeneraciones que apuntan en la línea de sombra de la esperanza fuera, sencillamente, el rescate de la independencia que promete (¿garantiza?) la recuperación del fuero del idioma político. En cualquier caso, algo bien alejado de nuestra realidad. Nosotros seguimos entrillados entre la “corrección” del ideario y la verdulería de la praxis: mucho tiento para imaginar, un ninguno para caer en la miseria de la agresión. Igual lo que Francia está iniciando es un viaje al centro de la crisis que sus propios sociólogos vienen denunciando como pocos. Ya veremos. En todo caso, ya digo, de espejo, nada. Si estos candidatos que nos avergüenzan o nos deprimen se contemplaran en la bruñida situación francesa apenas verían sus perfiles grotescos. Habrá que aguardar un tiempo razonable para ver si estamos ante un hecho decisivo, el primer del siglo, o resulta que no es para tanto. En España, sin duda, el aguardo será más prolongado.