Decidido a ignorar la novelística contemporánea, hago una excepción con una obra contundente y primeriza de un autor americano, James L. Halperin, atraído por un título que ningún observador de nuestra realidad actual puede eludir: “La máquina de la Verdad”. En un mundo precipitado por el progreso, hacia 2050, con una Humanidad atrapada entre la felicidad y el desastre, un genio concibe y logra desarrollar la idea de crear una “máquina de la Verdad” capaz de detectar la mentira con un cien por cien de fiabilidad. Ni les cuento las aventuras del genio y los trastornos provocados por el novedoso ingenio aplicable igualmente a la vida privada que a la pública, imagínense, y capaz, en consecuencia, de eliminar toda disfunción en la convivencia humana. Este trebejo debelador, respecto del cual el polígrafo policial no supone más que un precedente prehistórico, revoluciona un mundo civilizado al límite que, sin embargo, ve entorpecida su existencia por la capacidad mentirosa de la especie, en adelante superada por el control de la máquina. Me temo que todos y cada uno de nosotros nos lo pensaríamos dos veces antes de apostar por el invento –mentir, al fin y al cabo, es una opción legítima de la intimidad, incluso en el Juzgado–, pero ¿cómo no pensar en Bárcenas, cómo quitarnos de la cabeza los tejemanejes de la Junta andaluza en su aventura los ERE y tantos otros enredos ante la sola mención de este artilugio prodigioso que me temo que pudiera poner en peligro la vida de las sociedades? La novela de Halperin preconiza una Humanidad nueva en la que, prácticamente, el Mal desaparecería abandonado por su socia la mentira. Les prometo que, tras mucho pensarlo, he decidido no enviarle ejemplares a la juez Alaya y al juez Ruz por no ponerles los dientes largos.
No seamos ingenuo: la verdad es peligrosa. Un sabio como Fontenelle decía que en el caso de que llegara a tener alguna vez en la mano todas las verdades se guardaría muy mucho de descubrírselas a los hombres (cfr. “Por l’amour de la paix”), a pesar de que sepamos por Braque que la verdad existe, de modo que sólo se inventa la mentira. En mi antología de citas guardo como oro en paño una de Goethe que sostiene que la verdad, como los dioses, jamás se muestran a rostro descubierto. Cierro algo desencantado la novela en cuestión, pensando en la paradoja de la condición mentirosa del hombre. No hay que pasarse de verídicos ni de mendaces. En un término medio reside, como ven, la virtud.
No sé de quién sería la cita. Qué envidia su memoria, mi don JA.
Venía a diferenciar las verdades en obvias y profundas. La obvia es aquella cuya contraria es absurda.
La verdad profunda es aquella cuya contraria es tan verdad como la primera.
Poncio le preguntó a Jesús el Galileo, «¿Qué es la verdad?» y el ‘imputado’ permaneció en silencio.
La Verdad peligrosa tituló alguien, y llevaba razón. Una interesante reflexión sobre el límite de la sinceridad, sobre los riesgos de la Verdad absoluta para la que quizás el común no está preparado. No hace propaganda de la mentira don ja, sólo nos avisa de los riesgos que corre quien pretenda ser por completo sincero.
ambos te damos la bienvenida, aunque, en realidad, no hemos dejado de estar en contacto gracias a la prosa del blog. Esperamos que vuelvas fortalecido por el frescor del Norte.
«Y qué es la Verdad». La repregunta de Pilatos, ya recordada por Epi, sigue ahí. en pie, como un desafío a la razón humana. Una máquina de la Verdad sería demoledora: no habría modo de conciliar unja convivencia con ella. Lleva razón el columnista al deslizar esta sospecha.
Juega don ja en el alambre al apostar por la «verdad relativa», comprendo sin embargo su mensaje y también su ironía. Una máquina de la verdad, como ya se ha dicho aquí, sería para echarse a temblar, seamos sinceros, en proporción inversa a la virtud del individuo.