Cuando mi generación, que es la ahora tan denostada del 68, llegó a la universidad a comienzos de aquella década no poco prodigiosa, nuestros hermanos mayores acababan de dejarla de un modo, ciertamente, ruidoso. El año 56 proporcionó a la dictadura uno de sus primeros soponcios “modernos”, por decirlo así, es decir, no ya uno de aquellos coletazos sombríos –epigonales, heterodoxos o incluso revolucionarios– de la contienda civil, sino el primero tal vez protagonizado por la gente nueva, por una generación definitivamente separada del “espíritu de la guerra” que hacía poco había evocado Bernanos, unas cohortes educadas ya en relativa libertad y sólo muy relativamente relacionadas con las corrientes culturales europeas, pero a las que nada ataba ya a la memoria del fratricidio. Un muerto accidental –o quien sabe si no tanto—, alarmó entonces a España entera con el espectro de una imprevista insurgencia que los propagandistas presentaron como constituida por los satisfechos “hijos de la paz” del Régimen y, en consecuencia, como la mala hierba que era preciso extirpar de raíz. Enrique Múgica, el personaje que hoy nos acompaña, era uno de aquellos hermanos mayores de mi generación y sospecho que uno de los más activos conspiradores de aquella hora delicada en la que, en torno a la idea de un Congreso de Intelectuales Jóvenes, un grupo de estudiantes –como él vinculados a la militancia de izquierda–, apoyados en algunos intelectuales rebotados de la experiencia inicial del franquismo, trataba de remover como fuera las aguas muertas de una universidad sin pulso que en pocas horas rebotaría como un lastre insoportable al propio Laín ,y de un Régimen que, en el mismo plazo, daría con los huesos de Ridruejo en la cárcel. Entonces estrenó Enrique Múgica su experiencia carcelaria –luego vendrían otras cuatro prisiones y algún confinamiento, si mal no recuerdo—y nosotros, los alevines que veníamos tras ellos, veríamos por vez primera entre rejas a aquellos “hermanos mayores” cuyo rastro seguíamos confundidos sin saber ni bien ni mal el por qué de aquellas severidades que, a pesar de todo, comenzaban a prestarle a la vida política española un cierto nimbo de modernidad.
Enrique Múgica es un español varado entre esos dos apellidos soberbios pero fatales que han marcado su vida. Uno es el vasco ‘Múgica’ de aquel padre violinista perdido tan prematuramente, cuya sangre habría de ver derramada luego por los asesinos de su hermano; y otro, el Herzog israelita, llegado en el caudal de la sangre desde aquella trasabuela judía y polaca a la que la perfidia nazi arrastraría bárbaramente desde su Cracovia natal hasta el campo de concentración. Pero es también uno de aquellos españoles a los que la edad situó en pleno ecuador de la tiranía, dejándolo a merced de un arbitrio brutal que habría de romper sin contemplaciones su biografía con largos y reiterados periodos de prisión. ¡Vasco, judío y antifranquista en medio del siglo XX español! Las cartas no le vinieron de mano, ciertamente, a este Enrique Múgica, actor constante de la vida política española durante medio siglo, noble y forzado Zalacaín más que Aviraneta, militante rebelde, intelectual abierto, compañero magnánimo y rival incómodo raramente callado en el rincón de las convenciones. Sólo los hombres que han ganado y perdido, aquellos que conocieron el dolor y la adversidad frente a la bonanza y el éxito, están en condiciones de valorar la vida en toda su significación, sólo quienes hubieron de batallar con dureza por su propio albedrío, dejándose en esa lucha al hermano o al amigo, pueden decir con propiedad de qué hablamos cuando nos llenamos la boca con la palabra Libertad.
Libre siempre en su arriscada independencia, Múgica proclamaba hace poco –y en un foro, sin duda, incómodo—que la única paz decorosa a que puede aspirar la democracia española frente al desafío terrorista es una paz “con vencedores y vencidos”. No es cosa de incomodarle ahora enfatizando los términos, pero tampoco resulta posible eludir el peso de esa valerosa conciencia en un momento desorientador, como el que vivimos, para salir indemnes del cual será preciso recuperar cuantas energías éticas y morales queden por ahí dispersas, y reunirlas en una apretada gavilla como un símbolo de esperanza. ¿O es que puede haber Libertad en una sociedad derrotada, acaso cabe dignidad donde ni siquiera quedan claras las identidades, derechos y deberes al margen de una norma fundamental que atraílle las pasiones de todos como unas riendas legítimas y voluntariamente aceptadas? La larga experiencia política de Múgica cifra toda la vida española justo desde que, bajo la dictadura, se percibieran los primeros síntomas de vitalidad cívica, hasta esta coyuntura impredecible en la que está en juego mucho más de lo que permite el sentido común. Quizá por eso él se presenta hoy enarbolando desde el título el concepto fundante de Libertad, sin el cual, referirse del resto de la axiología política no deja de ser hablar de la mar. Múgica sabe muy bien, por lo demás, como muchos españoles, que ni Libertad ni independencia de ánimo son dones gratuitos que se ofrezcan sin contrapartida al caminante, sino que, muy al contrario y por desgracia, ambos pertenecen a ese repertorio cívico elemental, básico, de derechos que obligan o de deberes que respaldan, sin los cuales la democracia es apenas un concepto a medio perfilar. Porque la Libertad a la que se refieren estas reflexiones constitucionales no es distinta de la que atropellaron los verdugos apocalípticos de su bisabuela judía o de su malogrado hermano, ni la que a él mismo, como a muchos españoles, nos arrebataron luego simplemente por reclamarla.
Nunca pasó Múgica desapercibido por la escena española pero muchos entre quienes lo conocemos de antiguo certificaríamos que muy a pesar suyo. Tampoco hoy deja de resonar de vez en cuando el eco decidido de su razón y de su voz. Hermano menor, al cabo, no escatimaré mi respeto para quien aún puede emocionarse ante el rezo del ‘kadish’ o el rito del aurresku, guardando en el bolsillo con discreción su credencial de represaliado por la Justicia. Él cifra esa lucha hoy en torno a la palabra Libertad. Con todo lo que en ella cabe, muchos de nosotros también.