La pandemia que se pasea por el mundo como el coloso de Goya nos ha devuelto, casi por sorpresa, uno de los terrores olvidados por la Humanidad: el de la peste. Hacía tiempo que el hombre no se sentía tan expuesto e indefenso ante la pavorosa metáfora que Camus fijó en Orán y hasta podría decirse que, ciertamente, y excluido el azote de la mal llamada “gripe española”, la verdad es que esas epidemias, que Benassar vio como “un gran personaje de la historia de ayer”, cesaron hace mucho. A caballo entre dos siglos, nosotros hemos vivido epidemias genuinas, como la del VIH o el Ébola, tremendas pero afrontadas por una ciencia creciente que justamente en estos días acaba de anunciar la probable derrota de la primera. El éxito actual de la serie televisiva que trata de la vivida en la Sevilla barroca nos ha mostrado, en el espejo ejemplarizante, la enormidad de una catástrofe sanitaria que, según Domínguez Ortiz, se llevó por delante a sesenta mil vecinos, es decir, a uno de cada dos de aquella Babilonia. ¿Tremendismo histórico? Con evidente exageración había estimado Bocaccio, en el prólogo del “Decamerón”, que otra epidemia arrebató en Florencia de esta vida, mediado el siglo XIV, “a más de cien mil criaturas humanas”, desastre que parecía evocar el que Tucídides cuenta que ocurrió en la Grecia clásica ya en los amenes de la guerra del Peloponeso.
Vean lo larga que es la genealogía del miedo colectivo que Jean Delumeau ha estudiado quizá como nadie, un fenómeno que la modernidad creía definitivamente superado aunque en los años 40 se hiciera preciso que Russell lo exorcizara –travestido el coloso en el hongo atómico– con su teoría del “equilibrio del terror”. La cita apocalíptica no ha faltado nunca en la Historia, en realidad, acaso porque el miedo es uno de los resortes humanos más sensibles y más capaces de inhabilitar la discreción humana, como don Quijote aclaró al apostrofar a su escudero –“El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos”…
Y en ésas estamos en plana pandemia. Se ha dicho que la palabra miedo se ha ocultado siempre por el prurito equívoco que la equipara a cobardía, pero tal vez fuera bueno no eludirla. Montaigne recuerda en sus “Essais” al gentilhombre que murió despavorido “en la brecha sin ninguna herida”, una imagen que debería enmarcarse hoy para escarmiento de medrosos injustificados que tiemblan, quién sabe con cuánta razón, ante el fantasma reaparecido. No sé si De Foe llevaría razón cuando proclamaba que el miedo al peligro es peor que el peligro mismo.