Un cambio de horarios en la red ferroviaria es, al parecer, un problema muy complejo. El que se producirá a principios de diciembre en Francia afectará a 15.000 trenes, 100.000 ferroviarios y a una legión de maquinistas. Hay que reparar el viario y acoplar el ir y venir de las unidades atendiendo a la demanda del público y a las circunstancias de la estación invernal, una operación de bigotes que le va a ahorrar al Estado este año de gracia la tradicional huelga de mediados de ese mes y, de paso, beneficiará sus arcas en la medida en que los nuevos horarios impedirán, por lo visto, las eventuales devoluciones habituales en las líneas de alta velocidad. Los trenes son una cosa muy seria que, curiosamente, parece que se ajustan mejor bajo la férula de las dictaduras que en el pleno pulmón de las democracias. Mussolini acabó de hipnotizar a los italianos con aquella gestión ferroviaria que logró la más absoluta puntualidad de los trenes en un país en el que –como en España hasta hace poco– los retrasos eran la norma y la puntualidad la excepción. En España sería otro dictador, Primo de Rivera, el que pusiera orden en el laberinto de nuestras vías y, ya puestos, consiguiera también que nuestros convoyes arribaran a tiempo por primera vez en su historia por entonces breve, y la verdad es que la actual revolución de la alta velocidad se está encajando mejor o peor en aquel enredijo trazado bajo el denostado espadón que fue el mismo, todo hay que decirlo, que creó las Confederaciones Hidrográficas ahora en danza por los caprichos autonómicos. Hay poblaciones entusiasmadas con los actuales progresos de nuestros trenes mientras otras se quejan de que esas flechas imparables diseccionan el territorio aislando a los que quedan a trasmano del tiralíneas, en la medida en que esos trazados conectan lo lejano pero aíslan lo próximo, gran problema que de momento no parece tener solución en ninguno de los países (Japón, Italia, Francia…) que han optado por la vía rápida.
No se dice mucho, pero parece evidente que, igual que ocurriera en el XIX, con Isabel II en nuestro caso, la revolución del tren se ha erigido en uno de los grandes motores del desarrollo, como lo prueba que su paralización temporal a causa de la crisis, ha disparado la estadística del paro en vastas zonas del territorio nacional. Aunque ya se verá por dónde sale el negocio una vez que se remansen las aguas y desaparezcan las excusas para emprender o rematar ese AVE que, en plan Rey Mago, nuestros políticos han ido prometiendo provincia por provincia. Y ya veremos cómo se organiza el tráfico en la enrevesada retícula final que esas promesas implican.
Convénzase, don ja, nole va al personal el estímulo pensante. Por mi modesta parte, creo que la columna de hoy merecía más atención en el Casino.
Lo del tren y las dictaduras se explica fácil, me parece a mí. Aquellas son muy dadas a las obras de infraestructura, carreteras, pantanos y demás construcciones porque son su idea del progreso material. Pero nada justifica una dictadura, ni siquiera la puntualidad.