Hay que estar ciego para no percatarse de que vivimos tiempos de vertiginosa modernidad. En cualquier época, el ciudadano (de su precursor ancestral apenas hay ya noticia), ha tenido esa sensación de novedad percibida como un síntoma de progreso y mejora pero también como una amenaza. Eso fue lo que pensaron los “renacentistas” y para qué hablar de los “ilustrados”, pero nunca semejante prejuicio creció hasta desbordarse como en nuestra postmodernidad. No hay más que echar un vistazo a las iglesias vacías en las que se rifan los curas entre un “resto” de creyentes empecinados en contener la secularización rampante que viene anunciando los sociólogos desde hace medio siglo, aunque la crisis religiosa no sea sino una más de las presentes en nuestra época.
¿Quién podría imaginar hace sólo unas décadas el cuestionamiento del sexo que la ley populista ha puesto hoy a disposición de cualquier adolescente disfórico? ¿Quién la revolución comunicativa que ha supuesto para “homo parlans” la posesión del teléfono celular? Cada día nos trae –ya casi imperceptiblemente—la novedad de un nuevo salto de la cirugía del implante o la imagen de un trebejo volante no pilotado capaz los mismo de detectar un incendio que de asesinar al lejano enemigo, cuando no la de la sonda estelar que desvela los secretos mejor guardados del cosmos expandiendo progresivamente el inalcanzable horizonte del Universo.
Cuando Chaplin o Sartre recurrieron con tanto éxito a la sugestiva imagen de los “tiempos modernos” no podían imaginar siquiera el berenjenal globalizador que acechaba en el nuevo Milenio, dentro del cual apenas tiene ya cabida el asombro ante el arma mortífera indetectable y de ilimitado alcance, el irresponsable diálogo global digitalizado o el sexo a la carta, novedades popularizadas ante las cuales se disipa esa Razón planetaria que ingenuamente creíamos genuina además de definitiva los terrícolas panolis de la civilización occidental.
La nueva Guerra Fría, favorecida por el escándalo populista y la consiguiente desnaturalización del concepto político, serán vistos un día como los términos “a quo” y “ ad quem” de una memoria histórica víctima de esa hijuela del futurismo que viene a ser el turboprogresismo que actualmente arrolla incontenible las ruinas de nuestra cultura inmemorial. Dios parece que ha muerto, la familia tradicional sobrevive a duras penas, el adolescente rebelde se abisma en el telefonillo cuando no exige al juez que legitime a capricho el cambio de su “naturaleza”. Son, sin duda, los efectos negativos de un incontenible progreso que el mono ludópata que nos constituye ni pudo imaginar mientras giraba la ruleta.