La declaración del general Petraeus, procónsul yanqui en Afganistán, admitiendo la posibilidad de una reconciliación con los talibán, ha coincidido en el tiempo con la noticia de una nueva lapidación perpetrada por esos fanáticos, en esta ocasión sobre una pareja de adúlteros –una joven casada de 23 años y un hombre también casado de 28—a los que un centenar de verdugos ha apedreado hasta la muerte en el pueblo de Mullah Quli, cerda de Kunduz. De la cuerda propuesta lanzada por el general pudiera deducirse una relación con un rival convencional, algo así como un lance normal en toda contienda donde las paces, por una causa o por otra, son siempre posibles, pero que difícilmente podría pensarse sabiendo que esa paces deseadas se refieren a un enemigo brutal cuya persecución –al menos en teoría—se viene justificando precisamente por esa condición salvaje. No hace más que unos días, Petraeus y el mundo entero pudo enterarse de que los talibanes habían azotado feroz y públicamente a una pobre viuda encinta antes de liquidarla de tres balazos en la cabeza, y desde luego es notorio que la mutilación del ladrón viene aplicándose sin contemplaciones, no por decreto de los tribunales del Estado sino por decisión de ese bando extremista que aplica el código islámico en su máximo rigor. Esta vez, según testigos y agencias, a las víctimas las han colocado en medio de un círculo, a las afueras del pueblo, con las manos atadas a la espalda, y han sido los propios sectarios quienes han ejercido de verdugos de los desdichados, como si con su gesto hicieran un despectivo guiño a la condescendencia occidental justo en el momento de producirse la oferta pacificadora. Pierden el tiempo quienes buscan un acuerdo pacífico con los bárbaros. El tiempo ha de confirmárnoslo, eso es seguro, pero, desgraciadamente, sobre un triste e irreparable balance que era del todo previsible desde un principio.
Negociar paces en circunstancias que implican la preponderancia de un grupo sobre el propio Estado carece de sentido. Hacerlo cuando ese grupo constituye de hecho una banda fanática para la que los derechos humanos nada significan, supone renunciar a la mera posibilidad de esos proyectos civilizatorios que tan alto se proclaman cuando hay intereses económicos por medio. Aunque, bien pensado, ¿acaso no es esto la multicultarilidad que todavía reclaman con vehemencia no pocos ingenuos? Pienso en la pareja lapidada, en la maldad implacable de sus verdugos, en la inopia mental que supone la vigencia de un código semejante y siento que estamos atrapados, como tal civilización, en un atolladero del que ni con armisticios ni sin ellos podremos escapar nunca.
Tristísimo artículo don José António, nos brinda usted hoy. Casi lo veo desanimado si esa palabra cupiera en su cerebro. Pienso que si verdad quisiéramos podríamos civilizarlos a la fuerza, con magnanimidad y sin odio. Pero para ello hay que atreverse a castigar sin que tiemble el pulso.
Un beso a quien leyere.