Pregunta el embajador Cuenca a Abelardo Linares –en la cena estamos también Ignacio Camacho y yo mismo—cómo es posible que nos llegue con frecuencia la novedad de que un autor español ha vendido un millón de libros cuando no dos o tres. Y Abelardo contesta, desde su amable y flemática distancia, que, sencillamente, porque es mentira: ni uno sólo de esos exitosos ha vendido más libros de lo normal en este país de cabreros, es decir, un puñado de ejemplares, incluidas las Ferias del ramo. ¿Se sabe de buena tinta cuántos libros se editan en realidad en España? Pues, según Abelardo, quizá unos 80.000 al año incluyendo las ediciones electrónicas hoy en boga. ¿Pero sabían ustedes que –siempre según nuestro primer editor—cada semana se producen y llegan a las librerías ¡doscientas novedades!? ¿Y cómo podrán aviárselas los libreros ante semejante aluvión, lidiando de paso con la desigual competencia que le opone el negocio multinacional?
Abelardo, que además de editor es librero, sostiene que, a partir de la irrupción de esos gigantes en el mercado, allá por los años 70, el libro fluye por dos circuitos por completo diferentes: el comercial, versado en propagandas y efectos especiales; y el literario, sector superviviente atenido todavía a la creación genuina que, más allá de la invención, incluye el ensayo. Y es en el primero de ellos donde navegan esos ruidosos “bestsellers” alzados en vilo por la publicidad junto a cocineros de moda, profetas de la autoayuda, refritos históricos anovelados que levantarían en su tumba al pobre Luckás, “chicas Planeta”, exministros fugaces y memoriales “trans”, mostrando orgullosos sus portadas junto a la del reciente engendro del presidente cántabro.
No faltará quien diga que, siendo así, en esta sociedad medial sobran libros tanto como faltan lectores, y habrá que darle la razón porque el libro no es hoy lo que era hasta hace unos decenios. Abelardo, que es el último romántico de la bibliomanía, se lio un día la manta a la cabeza y se fue al Bronx neoyorquino a comprar un millón de libros que hubo de transportar apilados en contenedores hasta su fastuoso fondo de Santiponce. Y, claro está, no traga con el cuento de esas proezas millonarias que asoman en la tele su careta mercante. Esas no son sino fantasías para animar lo que Roger Chartier llamó “el mercado popular de lo impreso” en el que hoy vemos bullir esos “libros para la playa” que Anthony Grafton distinguía de los “libros para la batalla”. Dicen que Maquiavelo leía hasta en la celda. Hoy, ya ven, lo que mola es leer en la playa, bajo la sombrilla.