Más allá de los pares y nones romanos, el abad del Valle de los Caídos (que no es abad sino prior) dispuesto a impedir que los integristas de la memoria política exhumen de su fosa al Dictador, incluso antes de resolver su nuevo destino. No se sabe qué hará ese mitrado sin mitra para impedirlo en el último momento, aunque a muchos se les habrá venido a la memoria la híspida imagen del cardenal don Pedro Segura plantado en la Puerta del Príncipe de la Catedral sevillana para impedir que sus agradaores ofrecieran el sagrado palio al general Franco. ¿Qué harán estos héroes llegado el caso, lo apartarán «manu militari» para sacarlo del templo en volandas como cuenta la leyenda que –dispuestos incluso a violar el fuero eclesiástico y quién sabe si a provocar un impredecible conflicto con la Iglesia– hicieron los fransquistas con don Pedro, o acabarán cediendo ante el derecho familiar que mantiene, como el propio Guerra, que «los huesos son de la familia» y de nadie más?
En los últimos tiempos, lo mismo en Francia que en Madrid, se han vuelto frecuentes las donjuanescas profanaciones de tumbas como si se tratara de prepararle el terreno a los fosores del sanchismo, pero sobran indicios para prever la posibiidad de que esa hazaña necrófila vaya a toparse con la Iglesia como antaño se topara don Quijote. No está claro ni mucho menos qué podría ganar la democracia con ese tardío ajuste de cuentas, pero sí lo está que la imprudencia del Gobierno lo aboca a un más que probable fiasco.
Alguien ha recordado hace bien poco el hecho incontrovertible de que hoy día sólo un exiguo porcentaje de universitarios conserva viva la memoria de Franco y que, por descontado, esa memoria apenas es ya una dudosa sombra para las cohortes siguientes, tan ocupadas con el videojuego como sometidas a la férula de una asfixiante pedagogía. Sólo la bizarra ocurrencia del nuevo justicialismo –tan oportunista como falto de ideas y planes de progreso– ha logrado resucitar esa memoria y poner en circulación el ectoplasma olvidado de un dictador sobradamente juzgado ya por la Historia. Los mismos que pactan impertérritos la fractura nacional cifran su patriotismo en alancear a ese moro muerto, con el agravante de que ni siquiera han sido capaces de solventar juiciosamente el pleito para ajustarse a derecho. Y encima se exponen al rotundo fracaso que supone verse legalmente impedidos a última hora de cumplir su reiterado compromiso con una ciudadanía que, ciertamente, se divide perpleja ante la más que probable escena del sepulturero enfrentado al abad y a éste, sin mitra ni báculo, dándole al Gobierno de esta «nación de naciones», por vez primera en la historia, un soberano portazo. Cabría ser más ingenuo, pero la verdad es que resulta difícil imaginar cómo.
Sólo un Gobierno en tenguerengue y con la agenda improvisada se habría metido a tontas y a locas en ese piélago del que la propia dinámica demográfica había permitido ya salir a la inmensa mayoría de los súbditos. Ahora sólo queda esperar resignadamente la escena de ese prelado, mitad monje mitad soldado, rechazando a cruz alzada al alguacilillo de los nietos de la guerra.