Resultan difíciles de asumir los datos que, tanto el CIS como el Centre d’Estudis d’Opinió, acaban de hacer públicos. Que uno de cada cuatro catalanes, por ejemplo, se manifiesta indiferente ante el dilema democracia-dictadura, es decir que aceptaría un sistema autocrático sin la menor oposición. O que un 11 por ciento de los españoles en su conjunto comparte esa indiferencia, y no vería ni con buenos ni con malos ojos que nuestro país cambiara su sistema de libertades por una tiranía. Hay cosas que no se comprenden con facilidad, por más que puedan sobrarnos los motivos discutibles a los que achacarlas, y desde luego la primera de ellas es que comunidades soberanas dimitan de su condición autónoma y se muestren dispuestas a renunciar voluntariamente a su libertad. En Valencia se declara abiertamente partidario de la dictadura nada menos que uno de cada diez ciudadanos mientras que, paradójicamente, el País Vasco conserva intactas sus altas cotas de adhesión a la democracia a un nivel más alto que la propia Andalucía. Alguien ha caracterizado esta situación, por lo que a Cataluña se refiere sobre todo, como la consecuencia del triunfo del nihilismo, la definitiva dimisión de la voluntad cívica ni que decir tiene que provocada por el irresponsable deterioro de la democracia misma y el auge de unas corrupciones que no sólo desprestigian al sistema representativo sino que lo presentan como el responsable del daño. El caso es que un número sorprendente de españoles desdeña el privilegio de la libertad hasta el punto de manifestarse indiferente ante la eventualidad de la vuelta de una dictadura que, ciertamente quizá no recuerde ya la mayoría de la población, pero cuya deplorable huella no parece verosímil que se haya borrado tan pronto del inconsciente colectivo. Resuena de nuevo el fernandino “¡Vivan las caenas!”, la monserga mandilona de los “siervos voluntarios”, que cuesta creer que tenga cabida en los planteamientos de una sociedad como la actual.
El problema está, claro es, en que sobre la democracia gravita el peso de todas sus disfunciones, es decir, que desde los agobios de la crisis económica a la indignación ante las mangancias descubiertas por doquier, el ciudadano tiende a atribuirle la responsabilidad por esos males al sistema de libertades, en el sentido en que Dos Passos lamentaba que no sea la Libertad misma la que maneje los asuntos públicos –lo que constituiría la democracia auténtica– sino sus dudosos mandatarios. Habrá que admitir que el fracaso del sentimiento libre no es más que el resultado de una decepción a la que, por desgracia, no le faltan motivos, pero a la que en modo alguno sostiene la razón política más elemental.
Nada nuevo. El pueblo romano cambió el sistema de libertades (teórico) republicano por la dictadura militar de los Césares que les ofreció a cambio el estado del bienestar (‘panem et circenses’, que decía Juvenal). Aquí se ofreció no tener que ir a Perpignan a ver las películas porno (y cosas por el estilo) y los subsidios que hacen que los trabajadores españoles no se subleven como en Francia. Pero el acceso a la vivienda en propiedad ha terminado haciéndose más difícil y los derechos laborales cada vez más menguados, al tiempo que empiezan a peligrar las subvenciones. Si alguien ofrece perspectivas reales de un nuevo estado del bienestar, no dude de que el imperio se restablecerá. Al fin y al cabo, no somos calvinistas sino católicos, y entendemos que el trabajo es un castigo y no una virtud: si hay alguien que nos libre de la responsabilidad, bendito sea.
y es que hay que comprender.Ya lo decía de manera muy sabrosa, la Fontaine en una de sus fábulas, la del lobo y del perro. Don José António tiene razón y también don Luis Candelas.
besos a ambos