Un espectador espontáneo interroga irónico al responsable de la exposición del museo de Bolzano que tanta lata está dando al exponer a esa rana crucificada que trata de ridiculizar la figura de Cristo: “Oiga, buen hombre. ¿y estarían ustedes dispuestos a colgar en su museo alegorías igualmente ofensivas, pongamos, con la figura del profeta Mahoma?”. No sé que ha respondido el responsable pero la dirección del museo se ha negado, en todo caso, a retirar la “obra de arte” de ese difunto y desconocido Martin Kippenberger, a pesar de las tibias protestas el propio ministro de Cultura. Casi coincidiendo en el tiempo, la revista Playboy publica en su edición brasileña la imagen de una belleza desnuda exhibiendo un rosario que hasta el momento tampoco ha sido retirada a pesar de la considerable protesta provocada y de la orden judicial pertinente. Llevamos una temporada repetitiva, en la que parece que estas provocaciones primarias juegan ingenuamente el papel de revolucionarios agentes de la secularización, por supuesto sin tener en cuenta el sentimiento ofendido de muchas personas que tienen el mismo derecho que cualquiera a ver respetado, siquiera mínimamente, sus símbolos considerados sagrados, un movimiento estúpido que va desde la Bienal de Venecia, donde se exhibieron Cristos erectos y otras representaciones insensatas, hasta la aldeana exposición extremeña que, auspiciada por la Junta autónoma, colgó una muestra de insuperable mal gusto y un grado do sordidez iconográfico difícilmente superable. Una Red de Promoción de las Iglesias británica ha exhibido también desde una imagen del Ché caracterizado como Niño Jesús hasta un Cristo con un falo por cabeza o un Cristo adulto coronado de espinas en pose inequívocamente reconocible del propio Guevara. ¿No se ha exhibido canallescamente la imagen del papa Wojtila sodomizado sin que nadie haya ido más allá de las lógicas y tímidas protestas? Realmente este acoso impío al sentimiento y al patrimonio espiritual de millones de personas está demostrando, por un lado, la escasísima capacidad de respuesta de de las organizaciones cristianas, y por otro, la actitud pugnaz de algunos sectores políticos que prefieren desplazar a este terreno convencional una lucha que, planteada frente a los grandes problemas que ensombrecen este mundo, resultaría infinitamente más incómoda.
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Recuerden, sin embargo, la que se organizó cuando un ingenuo dibujante tuvo la ocurrencia de representar a Mahoma caracterizado bélicamente, y entenderán mejor la ironía del visitante preguntón del museo de Bolzano. Pero el asunto no me parece baladí, porque si resulta que para que los símbolos sean respetados es necesario que los respalde una amenaza de violencia radical, y en no pocas ocasiones asesina, entonces estaríamos a un paso de reconocer la legitimidad de esa violencia bárbara que en el caso mencionado y en tantos otros nos ha permitido hablar de primitivismo intolerable y clamar por su sanción. La provocación ha de tener un límite infranqueable en el derecho de los demás a ver respetada su intimidad simbólica y el designio de desacralización del mundo ha de atenerse con rigor al código de respeto que impone un mínimo de civilización, porque de levantarse la veda en la lucha ideológica ni que decir tiene que las consecuencias serían tan graves como imprevisibles. No hay sacrilegios contra el Islam porque cualquiera sabe el riesgo de inmediata y brutal respuesta que conlleva ese desafío; los hay contra el ámbito cristiano en general porque de sobra es sabido que las instituciones concernidas carecen hoy de la fuerza necesaria incluso para oponerse con solvencia a semejantes ultrajes. Son muy valientes estos sacrílegos, pero sólo contando con esa debilidad. Las barbaries saben respetarse entre sí. Verán como ningún museo exhibe por ahí una rana crucificada con turbante.