A Antonio Rubio, el subdirector de El Mundo, que lleva años desenredando madejas secretas sin tentarse la ropa, lo han traído por la calle de la amargura, proceso va proceso viene, durante toda esta etapa de hierro, en la que ha sufrido el injusto acoso de un Gobierno que ha perdido sus tres intentonas de neutralizar al periódico en el tema del 11-M, así como a propósito del lío de los fondos reservados o de los papeles secretos del Cesid, e incluyendo la absolución dictada trasantier por la Audiencia madrileña, tras tres años de imputación, en el turbio asunto del confidente ‘Cartagena’, un infiltrado policial en la célula del famoso ‘Tunecino’ que facilitó en vano datos alarmantes sobre los planes terroristas hasta poco antes de la tragedia de Atocha. ¿Qué sería de la crónica real de la vida española de estos convulsos años sin la entereza y tenacidad de estos hombres y, por qué no decirlo, sin la aportación, absolutamente decisiva, de un periódico que apostó en solitario por buscar la escondida verdad estuviera ésta donde estuviera? El historiador futuro nada sabría sin ellos de los manejos de Filesa, del GAL, de la conspiración canalla del caso Lasa y Zabala, de esos fondos reservados que se repartían en plan compadre los mandamases de Interior mientras sus policías andaban a dos velas o de los papeles del Cesid que el Poder, sin distinción de colores, luchó denodadamente por mantener bajo llave. Sobre el propio 11-M, por supuesto, descontados los hallazgos de sabuesos como Rubio, sólo tendría ese historiador la contrahecha versión de un juicio incapaz de convencer a nadie y las innumerables contradicciones sacadas pacientemente a la luz para acabar atrailladas por los tentáculos paralizadores del Gobierno. Es ilusorio esperar la luz en las sentinas del Poder, ya lo sé, pero es una obligación moral y cívica del periodismo independiente, intentarlo contra viento y marea.
Yo pediría un respeto para estos hombres denodados que deben moverse, con tanta incomodidad como riesgo, en un mundo de chivatos logreros, policías corrompidos y cómplices de cuello blanco a los que, sorprendentemente, fiscalías y clanes policiales han venido prestando un apoyo decidido desde el convencimiento de que arriba han de agradecérselo. Profesionales que deben competir a pelo con la galería política o los servicios secretos, vérselas con magnates y con los líderes políticos, desde su modestia menudencia y su práctica indefensión. Ellos son los cronistas sacrificados de esta Historia que se pretende escribir en blanco para encubrir a esa delincuencia poderosa y de la que apenas sabríamos ni lo esencial sin su abnegada aportación.
Hay méritos impagables. Y suelen pasar desapercibidos. La mayoría de quienes han sabido la verdad de lo ocurrido por los Antonio Rubio no conoce sus caras. Pero el país les debe mucho. La dignidad que implica la verdad descubierta, sobre todo.