Hay mucho escrito sobre el trabajo de los copistas del arte. Ha habido enormes artistas descubrir a los cuales ha costado la misma vida los expertos, con el resultado de que la obra valorada en millones el día antes perdiera su valor como fulminada al siguiente. ¿Cuál es el valor de la obra, el valor objetivo, quiero decir, si resulta que es la autoría, esto es, la firma, lo que le confiere su rango y constituye como tal, sin que la excelencia en sí misma importe un carajo al mercado y, lo que es peor, al amateur? En el tribunal correccional de Créteil se ha visto estos días el caso de uno de esos falsarios geniales, Guy Ribes, un tipo independiente y diestro que ha sido capaz, según el tribunal y él mismo, de reproducir (he estado por decir “producir” sin más) entre 1996 y 2005, ciento cincuenta telas famosas de Picasso, Renoir, Matisse, Dalí, Modigliani, Chagall o Braque que circularon sin problemas por el mercado enriqueciendo a todos los intermediarios menos a él. Ribes confiesa que a él lo que su deseo hubiera sido pintar como Picasso pero que, aparte de que eso le resultaba imposible, descubrió enseguida que la misma gente que rechazaba sus creaciones originales se pirraba por sus copias –“Resultaba más fácil hacer imitaciones, que pintar para una panda que no comprendía mi propia pintura”, ha dicho a los jueces—lo que lo que lo convirtió en ese falsario genial al que ahora la estricta Justicia le pide una pena de diez años de prisión, a pesar de que conste que, en no pocas ocasiones, el falsario pintó sus delictivas copias por encargo explícito del cliente. No vamos a descubrir ahora la componente fetichista que encierra tanto el coleccionismo como la propia devoción artística, tan íntimamente ligada al sentido patrimonialista que señorea nuestra noción de Cultura. Sólo les invito a cuestionar desde la Estética, a la vista de este genio vencido, la crucial exigencia de autenticidad que ha convertido la obra de arte en pura mercancía.
¿Pintaba o copiaba sus bisontes y arqueros el artista parietal, qué más da que en tantos cuadros de taller el ojo de halcón del experto descubra el trazo y la pincelada del maestro junto a la del novato, acaso no sabemos que Velázquez fue el aprendiz de Pacheco y que, probablemente, no haya creador del todo original? Ah, pero es que no habría mercado que valga si a la obra de arte no se le exigiera pedigree lo mismo que se le piden a cualquier mercancía exclusiva. Ribes no ha pecado contra las Musas ni delinquido contra el arte, pero ha perpetrado ambos excesos contra el Mercado, ahí es nada. No está lejano el día en que los cuadros se firmen con el código de barras.
Curioso: no es tan fácil copiar a artistas…, cómo diría yo, actualísimos. El arte estadounidense, poco conocido en general en Europa, con sus grandes maestros actuales a la cabeza, no me lo imagino siendo plagiado. Quién conozca el paño, sabrá por qué lo digo.