LA LUNA DE UN SABIO
(Sobre el saber “ilustrado» de los jesuitas expulsos)
Al cumplirse este año el medio siglo de la llegada del hombre a la Luna, he pensado en la pertinencia de conmemorar la efemérides en esta Real Academia con la evocación de un olvidado viaje sideral y la visita a nuestro satélite de un sabio español, también olvidado, cuyo perfil científico resulta hoy formidable a nuestra aminorada visión intelectual. Hablaré, en consecuencia, del que nos legó en su obra el abate conquense Lorenzo Hervás y Panduro, uno de los jesuitas más destacados del exilio impuesto a la Compañía de Jesús por Carlos III o, más propiamente, por sus omnímodos ministros “ilustrados” –Campomanes, Roda, Aranda y demás– que en ella vieron un enemigo irreconciliable del “despotismo ilustrado” que fomentaba el airón jansenista del momento, un personaje maltratado del que se han ocupado, sin embargo, con brillantez, dos compañeros de nuestra Real Corporación: el profesor Aguilar Piñal y nuestro añorado “Correspondiente” Antonio Herrera. Me veré obligado a recorrer esta memoria a grandes zancadas, tal es la variedad de los aspectos que el tema suscita y la compleja vastedad de la obra de nuestro abate, una increíble producción que abarca, inscrito en un horizonte enciclopédico, desde el enfoque filosófico y el teológico al moral, pasando por intereses tan diversos como el de una antropología en ciernes o la afición astronómica –tan clásica en su tiempo y, en especial, en su Orden–, el cultivo de la Historia, una pionera curiosidad por la sociología o, en fin, por la Religión, la política, la cronología o la crónica.
Todavía en el siglo XIX, un legendario aristócrata polaco, políglota y adornado también de un saber enciclopédico, el conde Jan Potoski, conjuró la memoria de nuestro abate en una novela que popularizó Roger Callois considerándola “una obra maestra de la literatura fantástica”: “Manuscrito encontrado en Zaragoza”. Y fue el traductor y prologuista de esa novela –el poeta malagueño José Luis Cano– quien, a finales de los años 60, nos la descubrió cuando aún se dudaba de que el dudoso Hervás que protagonizaba aquel relato fuera trasunto del sabio conquense, contra la opinión de mi maestro Maravall y la tajante afirmación que hizo en su “prológo para lectores españoles”, otro maestro, don Julio Caro Baroja, visiblemente enojado con el trato oblicuo y circunstancial que Potoski daba al sabio jesuita.
Escasa atención restaba de aquel autor, bien conocido de Jean Sarrailh y Richard Herr, y a pesar de la atención que le dedicaran –tras una remota conferencia de Balbín de Unquera– Menéndez Pelayo (bajo la influencia de Laverde) , Fermín Caballero, Julio Cejador, el conde de La Viñaza, su paisano González Palencia, el bibliofilo Simón Díaz, el sabio padre Batllori, Carmelo Viñas, el padre Fita, Amor Ruibal, don Antonio Tovar, Lázaro Carreter y más tarde, y bien que de pasada, Javier Herrero en su clásica obra sobre el pensamiento reaccionario. Maravall valoraba su talento aunque su interés, en el marco de nuestra disciplina, se centrara en el último Hervás, es decir en el furibundo antirrevolucionario que, con una energía burkiana, veía en la Revolución Francesa el enemigo histórico del Altar y del Trono.
En el ilustre caserón de la Academia de la Historia se conserva el espléndido retrato de un abate en cuyo sereno continente resulta fácil intuir el carácter de un hombre curtido en las maneras cortesanas. El retrato es obra de una pintora austriaca que alcanzó renombre como retratista en la Europa de su tiempo, Angélica Kauffmann, mujer de vida apasionante entreverada ya del aura romántica, que fue íntima de su colega Reynolds y trabó con Goethe la amistad de la que encontramos testimonio en su “Viaje a Italia”. Y el abate no es otro –ya lo habrán imaginado— que don Lorenzo Hervás y Panduro, el humilde horcajeño convertido ya en miembro destacado de aquella pléyade itinerante, y que pronto alcanzaría fama entre los sabios de su tiempo en su condición de sabedor singularísimo. Angélica pintó a Hervás poco antes de su muerte y le sobrevivió brevemente, pero su obra testimonia una rara capacidad psicológica que casi nos permite penetrar sin esfuerzo en la intrincada personalidad de nuestro personaje.
Hemos de matizar, en todo caso, lo que va dicho sobre el olvido de Hervás –que ciertamente fue casi absoluto tras su desaparición—, avisando de la multiplicación de autores, algunos excepcionales, que, durante el siglo pasado y en lo que va del actual, se han ocupado del personaje y de su obra. Uno de ellos, el profesor Astorgano Abajo, ofrece el sorprendente dato de que hoy pueden encontrarse en las redes más de 1.700 cumplidas referencias a Hervás aparte de dos centenares de estudios, algunos valiosísimos, y de no pocas tesis doctorales, un material extenso e incómodo que he revisado hasta la extenuación para concluir que lo llamativo hoy, más que ese presunto olvido, sería la impenetrabilidad de una cultura como la nuestra, tan caprichosa como tenaz a la hora de mantener sus yerros y omisiones. Pero, en cualquier caso, el demoledor estudio de Eugenio Coseriu demuestra en «Lo que se sabe de Hervás» que en esa precaria memoria se incluyen decisivos errores tanto biográficos como críticos, en su mayoría derivado del prestigio de los grandes historiadores
Si hoy puede interesarnos Hervás y Panduro es, sobre todo por su incuestionable talla como polímata y su colosal erudición, por el peculiar estilo de su “enciclopedismo” y su vidrioso pero intenso sello “ilustrado”, compatibles ambos con un espíritu católico en permanente y no poco forzado equilibrio con las exigencias que en su época impone el racionalismo francés dominante. Que Hervás, como se ha observado, logre mantener su fidelidad religiosa sin perder el paso que le marca el progreso intelectual del “enciclopedismo” es, realmente, admirable, pero es por completo cierto. Tal como la mayoría de aquellos jesuitas, comprobamos fácilmente en su obra –-como señalan el mismo Astorgano y Zimmermann, entre otros—hasta qué punto el pensador se mueve entre la resignación y la incomodidad, empeñado en probar que la pesquisa científica, por arriscada que pueda parecer, puede conciliarse con la disciplina ortodoxa. El drama interior de estos espíritus entrillados entre el radicalismo “enciclopédico” y el mandato ignaciano de fidelidad al papado, resulta verdaderamente ejemplar, en especial en momentos en que el Papa de turno, forzado por el regalismo, acepta su expulsión, decreta la disolución de la Compañía o incluso, llegado el caso, apunta sus cañones romanos para impedir el desembarco de los errantes expulsos en su menguado territorio. Habrá entre esos exilados quien, como el padre Isla, murmurará sin tregua hasta su muerte refugiado en el amplio círculo ignaciano de Bolonia o quien, como Hervás se abisme en el trabajo sin perder el contacto con la realidad, y acabe nada menos que como íntimo colaborador de Pío VII, que le nombraría bibliotecario pontificio, y con quien convivirá en el palacio del Quirinal en los momentos cruciales del despreciable abuso napoleónico. En Hervás encontramos el perfil, admirable y tan dieciochesco, de esos espíritus quebrantados que se empeñaban en leer a un tiempo el “libro de la Naturaleza” y la Escritura revelada, convencidos, frente a la cerrazón integrista postridentina, de la necesidad del estudio secular para el “filósofo cristiano”, el cual, “por máxima de la religión, profesa útil y aún necesario el estudio de las ciencias, y contempla la sabiduría como dimanación divina”.
Un saber universal, una curiosidad sin otro límite que la discreción ortodoxa: he ahí una difícil tarea para quien, en el fondo, como señalara Tovar, se propone replicar la “Enciclopedia” de Diderot y D’Alambert con otra cristiana que permita la imprescindible renovación cultural, porque –dice Hervás—“en el buen uso de la razón y el estudio de la Naturaleza se funda también nuestra felicidad temporal”. Ésa es la intención última de su colosal “Idea dell’ Universo”, publicada en 1778 durante su estancia en Cesena, en cuyos 22 mamotretos cabía, en efecto, la noticia de un conocimiento enciclopédico. Son tiempos difíciles en los que el estudioso ha de cuidar su equidistancia entre los hallazgos recientes del saber y el peso de la cultura tradicional, bandeándose entre el absurdo anticopernicanismo oficial de la Iglesia y el convencimiento de que una visión como la newtoniana resultaba idónea para “explicar físicamente el mecanismo de los cielos”. Si Tovar ve en ello una intención conciliadora, Steven J. Harris cree que la dedicación de los padres exilados a la ciencia no tiene otro fundamento que la “espiritualidad católica», que está en el núcleo –dice—de la “ideología jesuita”. En uno de sus excelentes estudios, Agustín Udías recoge la opinión del padre Angelo Secchi de que “la verdadera fe no es hostil a la ciencia sino que una y otra son dos rayos de un mismo sol que deben iluminar nuestra inteligencia por la vía de la verdad” y recuerda la opinión de Timoty Toohig, de que “hay una cierta analogía entre el trabajo de los físicos y la búsqueda de Dios”.
La generación de Hervás se halla en un momento intenso del saber, para el que ya queda lejano la teoría de los orígenes –el sistema aristotélico tanto como el ptolomaico e incluso la idea platónica de los “movimientos circulares uniformes”– al haber caducado el concepto de “universo cerrado” para ser sustituido por un sistema de esferas concéntricas en el que se discutía sin tregua el lugar del Sol y el correspondiente a la Tierra. Los historiadores de la Cienca como Crombie o Dampier y, sobre todo, como René Taton, coinciden en que el gran vuelco no se producirá hasta el Renacimiento, con la “revolución copernicana” y el seísmo epistemológico que provocarán, tras la intuiciones baconianas, los decisivos descubrimientos de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo. Un sistema universal se entrevé ya entonces que sólo será definitivamente ajustado por Newton.
Es ante esa perspectiva donde hay que recordar a la generación de Hervás, el jesuita obediente –que tal vez llegó a la Orden sin excesiva vocación y que consta que nunca fue buen aprendiz de teología–; el amigo que convive con el Papa en las horas difíciles ; una figura descollante entre los expulsos que, eso sí, pasa como sobre ascuas sobre las tambaleantes filosofía y teología postridentinas a la hora de anteponer la Razón a toda instancia cognitiva y exigir en toda investigación el concurso de la experiencia. Es el ocaso de la Escolástica rutinaria eclipsada por las Luces. Tanto, que un espíritu disciplinado como el de Hervás proclama, en nombre del estudioso, que “nuestro objeto será la Verdad; la Razón y la Experiencia serán nuestras fieles guías; y la fantasía solamente nos servirá para navegar y pintar para figurarnos todo lo que hemos de ver”.
Resulta clave consignar que, a pesar de las tensiones aún existentes, la tarea de aquellos religiosos expulsados no se limitó al ámbito de las Humanidades sino que afirmó su voluntad de conocimiento científico en el inevitable horizonte “enciclopedista”. Ellos crean nada menos que 30 observatorios astronómicos como una prolongación lógica del generalizado interés matemático de los padres sucesores de Clavio, sin descuidar la indagación física, hasta el punto de que Spengler habla del “estilo jesuítico” de esa disciplina y ve en la Física del XVII una creación surgida en el ámbito de la Compañía. Sabios como Hervás y sus hermanos de Orden creen –siguiendo de cerca la espiritualidad propuesta por Loyola– que el conocimiento mismo es “un camino de salvación”, algo sorprendente, sin duda, que ha acumulado una extensa bibliografía. ¿No decía Ignacio –casi como la doctora Teresa– que “se podía encontrar a Dios en todas las cosas”? Udías recuerda que el sabio astrónomo Secchi mantuvo que “la contemplación de las creaciones de Dios constituye una de las nobles obras del espíritu”. Pues como Hervás, aquellos sabios forzados a la itinerancia, no sólo siguieron esa incitación, sino que hicieron de esa espiritualidad científica un instrumento esencial de su ministerio apostólico. Esa vocación científica explica la “misión” jesuita, tan extraordinaria alguna vez como la realizada en China tras la llegada del famoso padre Matteo Ricci, cuando los misioneros se plantaron ante el Emperador con una propuesta astronómica tan sugestiva que les granjearía el respeto hasta llegar a dirigir el Observatorio Imperial. Hervás conoce con detalle esa aventura cuya trascendencia expuso admirablemente Jonathan Wright en su obra “God’s soldiers”.
No hay espacio aquí más que para reseñar a galope la extensa nómina de jesuitas que destacaron en el terreno científico durante el exilio. Señalaré sólo que fue en los muchos y prestigiosos Colegios y Universidades de la Compañía -el botín que tentaba a los jansenistas desamortizadores de Carlos III– donde se enroca, como en un fortín, esa pléyade singular que, por un lado, inquieta a sus colegas tradicionalistas y, por el opuesto, difunde en los ambientes jansenistas, la imagen fantasmal de “un Estado dentro del Estado” (que es, en el fondo, el argumento último del Decreto de expulsión redactado por Campomanes el año 1769), la imagen de un enemigo político que resultaba imprescindible eliminar. Se ha reconocido que el choque entre el «reformismo ilustrado” y el vasto montaje jesuítico, no exento de lastres, habría de tener algunas ventajas en el sistema educativo español, pero tampoco es dudoso que provocó un daño difícilmente reparable contra el que claman –no siempre con la debida mesura— desde Leandro Fernández Moratín a Menéndez Pelayo y otros muchos hasta llegar a las aplastantes razones del padre Batllori. El propio Wilhem von Humboldt, reconociendo la posible necesidad de su reforma, lamentó la expulsión de la Compañía que, según él, acabaría destruyendo “con saña su obra en las más remotas partes de la Tierra, (cosa que causará asombro a la posteridad, menos parcial y menos ingrata)”. Pero es forzoso recordar que aquella decisión política contó con el masivo apoyo tanto del Episcopado español como de un celoso clero regular que, entre otras cosas, no olvidaría nunca la desopilante sátira del fray Gerundio de Campazas.
Pero el interés por las ciencias positivas no era nuevo en una orden religiosa en cuyo seno se apretaban ya científicos de primer orden como Hevelius, Cassini, Caramuel (el amigo de Gassendi y al que se llamó en su tiempo, sin duda hiperbólicamente, «el Leibnitz español»), Sarmiento (el más erudito y fecundo de los polígrafos, según don Marcelino, cuyos primeros estudios, antes de ingresar en OSB, tuvieron lugar dentro de la Compañía), juntos y revueltos con humanistas señeros como Masdeu, el gran Juan Andrés, el santo José Pignateli o Burriel, un elenco selectísimo que contribuye a situar al pensamiento “ilustrado” español en la primera línea que tantas veces se le ha regateado. Debe precisarse, en todo caso, que lo propiamente “ilustrado” en estos jesuitas dieciochescos es «una nueva y más intensa valoración de las ciencias físicas frente a las metafísicas», una actitud que explica el calculado rechazo de la ideología escolástica comprobable en Hervás y sus compañeros de exilio, para la mayoría de los cuales la herencia tomista no merecía más que un discreto reconocimiento.
Lo interesante es percibir la tensión intelectual bajo la que se desarrollaban aquellas tareas científicas tan incómodamente vigiladas y en las que participaban ya abiertamente nuevos actores, hasta entonces inusuales, como la imaginación matemática o la experimentación física, frente a una Escolástica que derrapaba hacía tiempo en una clara caída hacia la obsolescencia. No parece convincente la idea de que el compromiso ignaciano de fidelidad de la Compañía hacia al Papa interfiriera a fondo el proceso de modernización en que la Orden andaba embarcada hacía tiempo, porque cuando nos asomamos de cerca a la obra de aquellos sabios hemos de admitir que –a pesar de los famosos “prefectos de estudio” y otras célebres censuras– la evolución modernizadora de los jesuitas intelectuales fue innegable, y también que posiciones tan llamativas como la proposición censora del heliocentrismo y la prohibición de la obra de Copérnico que permanecería en el Index hasta 1835, no pesan sobre estos pensadores más que como una rémora superable. Hervás se tienta la ropa al respecto, como otros muchos, pero es obvio que no siente por esa antigualla heurística más que un respeto impuesto y residual. Los astrónomos religiosos que, como el propio canónigo Copérnico que veneraba al Sol hasta casi divinizarlo, o que como Kepler , que se extasiaba arrobado ante el cielo nocturno en el que creía “ver a Dios Padre”, asumían que “Dios se atuvo al principio de los números perfectos en la Creación”, de modo que, como escribe el historiador Dampier, para ellos, “la armonía matemática latente en (esa Creación), así como la música de las esferas, son la causa real y comprobable de los movimientos planetarios”. La revolución del saber en el XVII era, en todo caso, imparable y el hallazgo coetáneo de las miriadas de estrellas de la Vía Láctea amenazaba dar al traste con el antiguo mito. Es importante comprender que si Galileo se muestra afín a Kepler tanto como a Newton al indagar las relaciones matemáticas entre los fenómenos, no lo hace para averiguar sus causas físicas sino para desentrañar las leyes inmutables por las que se rige la Naturaleza, “sin preocuparse –dice— de que sus razonamientos sean comprendidos o no por el hombre”. Y hay que decir que ese rechazo tan bravo del mito no fue monopolio exclusivo de los católicos, pues Lutero condenó presto el “De revolucionibus” y sus seguidores –desde Melanchton a Caspar Peucer– mantuvieron la misma postura. Y no olvidemos que lo mismo haría en su momento Tycho Brahe: y es que, tanto como esta oposición por principio, funcionó el argumento de que la “novedad” iba contra el sentido común tanto como contra la tradición doctrinal. En su obra «Antiguos y Modernos», Maravall ofrece la más inteligente discusión sobre tan rancio pleito.
Pero el rasgo más prominente del sabio Hervás radica en su visión lingüística, destacada primero por Vilhelm Thomsen y más tarde por Adelung y Vater, Hans Arens o Georges Mounin entre muchos otros. Buena prueba de ello son los múltiples y egregios reconocimientos recibidos por su obra, entre los que destaca el de Guillermo de Humboldt quien, como joven diplomático prusiano conoció en Roma al ya envejecido abate, manteniendo tan cordial relación con él que le granjeó nada menos que la cesión gratuita por parte de Hervás de su incomparable colección de materiales filológicos, en la que se incluían, junto a los insustituibles recibidos de los misioneros jesuitas americanos y orientales, sus propios trabajos. Esa relación ha sido estudiada más de una vez, aparte de los historiadores y lingüistas extranjeros que mencionamos, desde Menéndez Pelayo a Tovar, Lázaro Carreter, Coseriu, Klaus Zimmermann, Antonio Astorgano, Zamora Muné, Breva Claramonte, Feliciano Delgado, Zarco Cuevas, Hevia Ballina, Joaquín Sueiro, Agustin Udías, María Rodrigo, Mara Fuertes, Nicolás Perrone y sus biógrafos, sobre todo Fermín Caballero y el padre Portillo— y, muy certeramente, por el padre Batllori, en especial, en su obra clásica sobre el exilio de la Compañía. Y hay que reconocer que Humboldt, se apropiara o no deliberadamente del saber de Hervás, dejó en una carta al maestro Friedrich Wolf una borrosa alusión reiterada en otras ocasiones: la del “viejo Hervás”, hombre muy sabio pero, en su opinión, falto de método y poco capaz como investigador que, eso sí, le había cedido toda su documentación sobre las lenguas del mundo “con la sola excepción del esquimal”, así como la relativa a todas las lenguas amerindias utilizadas en sus estudios. El tema, muy debatido, ha sido zanjado, a mi entender definitivamente, en la rotunda y bien documentada obra de Eugen Coseriu, “Lo que se dice de Hervás”, además del estudio fundamental de Klaus Zimmermann, y fue testimoniado por el padre Diosdado Caballero, íntimo amigo y albacea de Hervás, quien afirma conocer la cesión de los materiales a Humboldt por boca del propio abate. También Calvo Pérez y Val-Álvaro sostienen que la deuda de Humboldt con Hervás no es venial ya que, a juicio de ambos, el abate habría formulado las ideas linguísticas clave con anterioridad al maestro prusiano. Y en fin, es obligado recordar que muchos autores ven la influencia cierta de Hervás en el interés de Humboldt por la lengua vasca. El grave debate sobre el éuskera abierto por Hervás –que lo creía la lengua primitiva de España y al que ahora renuncio incluso a plantear– parece haber sido clave, en efecto, en el desarrollo del tema que hizo luego Humboldt y muestra la familiaridad del horcajeño con los maestros clásicos del vasquismo como Astarloa, Juan Bautista Erro, Juan Antonio Moguel, Larramendi y demás. Pero, a pesar de todo, queda mucho Hervás por restituir. Coseriu sostiene con rotundidad que «nadie lo lee ni lo ha leido integramente; ni los que le alaban ni los que le critican (el leísmo es suyo, no mío), lo que explicaría tanto el olvido como la deformación de su memoria.
Otros expertos, sin embargo, alaban sin reservas a nuestro abate, empezando por la teóloga jesuita Andrea Spagni, contemporánea suya, que elogió su obra como un dechado de ingenio, memoria y erudición. Un fervoroso hervasiano fue el célebre naturalista alemán Peter Simon Pallas, que, según Fermín Caballero, sería otro de los beneficiarios de la documentación del abate, y consta que también el gramático Friedrich von Adelung tanto como el continuador de su histórica obra “Mithridates”, Johann Severin Vater, aprovecharon largamente lo materiales hervasianos, incluyendo la colección de 500 Padrenuestros indígenas traducidos al castellano que, siempre según la leyenda propia y ajena, Hervás poseía. La obra lingüística de Hervás adquirió un rápido prestigio en la Europa de la época, donde los lingüistas decían apreciar que «la información morfémica de las palabras» que realizó le permitió «un mejor conocimiento del funcionamiento interno de numerosas lenguas». A mi juicio, Astorgano y Breva Claramonte, han contribuido felizmente a establecer que tanto el método hervasiano para averiguar la estructura de las palabras como sus taxonomías de familias lingüísticas “sirvieron a Humboldt para extender el estudio a lenguas de otros continentes”. Adelung y Vater –que con tan colosal despiste se refieren a Hervás a pesar de su deuda impagable con él– llegan a afirmar que «el método morfosemántico» del abate conquense era, en su momento, “el único camino para descubrir la estructura del lenguaje”, y permitía comprender que “las diferencias entre idiomas no significaban necesariamente falta de relación genética”, de la misma manera que tampoco “determinadas semejanzas implicaban obligadamente una relación de parentesco”.
Pero el elogio más vehemente, a mi entender, es el que dedica a Hervás desde Oxford el insigne filólogo Max Müller en sus “Lecturas de la Ciencia del Lenguaje”, una reflexión que data de 1861 y da a conocer con entusiasmo Menéndez Pelayo, y en la que prodiga sus méritos hasta el punto de conceptuarlo por encima del extravagante Court de Gibelin, e informar que se ocupó de 300 lenguas, compuso gramáticas de 40 idiomas (una difundida leyenda que Coseriú desmonta drásticamente al decir que «se trata de una cifra imaginaria») , “y fue el primero en sentar el principio más capital y fecundo de la ciencia filológica, a saber, que «la clasificación de las lenguas no debe fundarse en la semejanza de sus vocabularios sino en el ‘artificio’ gramatical”, atribuyéndole, además, el establecimiento de las lenguas malayas y polinesias también mucho antes de ser anunciado por Humboldt. Elogios semejantes hicieron del abate Agusto Federico Pott o Volney, como señalara don Julio Cejador, partidario, por cierto, de limitar el alcance de la obra hervasiana — a la que considera, junto con la de William Jones, simplemente precursora de la de Franz Bopp.
Tan valorado, en cualquier caso, por los grandes maestros de la época, Hervás acaba, de hecho, por ser considerado –con la prudente matización de Coseriu– “el padre de la gramática comparada”, al tiempo que su obra principal, “Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas y enumeración, división y clases de éstas según la diversidad de sus idiomas y dialécticos” se convertirá en un texto de referencia incuestionable. Ideas como la de que “las lenguas no son sólo códigos de hablar, sino modelos para hablar y pensar” anuncian un enfoque que tardará aún mucho tiempo en consolidarse, así como otras intuiciones que Astorgano ha sabido poner definitivamente en claro, y que Zamora Munné resalta, a su vez, recordando el hallazgo que hace Hervás de la relación entre el sánscrito y el griego, o del latín y el germánico antiguo, con anterioridad al anuncio de Williams Jones. En resumen, he de añadir, siguiendo a este estudioso, que Hervás demostró también las relaciones entre las lenguas de la familia fino-úgrica, despejó los problemas que arrastraba el conocimiento del rumano y sus dialectos, al tiempo que se ocupaba de las malayas o polinesias, facilitando una visión global de las lenguas africanas e indoamericanas. Los materiales que recaudó entre los misioneros que llegaban al exilio desde America o Filipinas constituyeron, sin duda, un tesoro no sólo para Humboldt. Pero debo insistir en la modernidad que supone su propuesta de relacionar el lenguaje o la gramática con el pensamiento tal como explicita este párrafo: “El orden de ideas en cada hombre… es según el orden que el «artificio» gramatical da a las palabras, o sea, que el «artificio»… con que se ordenan esas palabras no depende de la invención humana sino que es innato y, por ende, universal”. Theodor Benfey abunda en la generalizada idea de que «el objeto de la gran obra de Hervás no es tanto describirnos las distintas lenguas como demostrarnos por medio de ellas el parentesco y diversidad de los pueblos». Decisivo, a mi entender, es el sólido trabajo de Joaquín Sueiro y su insistencia en la idea hervasiana del lenguaje como «conformador» del pensamiento, así como en sus tesis de que no es admisible la teoría de un «origen focal» de la lengua ni, en consecuencia, del origen único del lenguaje junto a la hipótesis — casi visionaria, pero negada radicalmnnete por Tovar- de que existe un «fondo inalterable» en todo lenguaje que «está en función de la visión del mundo de sus hablantes». Sueiro subraya cómo, «sin salirse de la ortodoxia», Hervás apunta al relato bíblico de la Torre de Babel y sus 74 lenguas derivadas de los hijos de Sem, Cam y Jafet. Y eso equivale a echar por tierra la hipótesis sacralizada de que el hebreo –la lengua del Paraíso– fuera la lengua primitiva de la Humanidad. Hervás fue, en este sentido, como señala Lázaro Carreter, un «precientífico» cuya influencia sobre la pléyade filológica alemana del XIX no cabe negar. Hervás no fue, pues, un iniciador de etapa sino un aficionado sabio que lograría clausurar «un tipo de estudios»: así lo ve, por ejemplo, Gerda Hassler.
Pero volvamos al Hervás “astronauta” para detenernos en su viaje y visión de la Luna, aunque hayamos de hacerlo sin tiempo siquiera para encuadrarlo en el marco de eso que se ha llamado la “astronomía jesuítica”, un inmenso movimiento investigador en el que se inscriben nombres señeros como el matemático Cristóforo Clavius, (amigo cercano de Galileo, quien por encargo de Gregorio XIII reformó el calendario), Riccioli, Grimaldi, Schneider, J.B.Cysat, el fabuloso Atanasius Kircher (del que Ignacio Gómez de Liaño ha escrito un libro memorable), Valentín Stansel, Ch. Grienberger, Niccolo Zucchi, Charles Malapert, Giuseppe Biancani, entre tantos otros. El propio Gregorio XIII auspició el estudio astronómico desde el Colegio Romano y fueron muchos los observatorios creados luego por la Compañía, cuyos miembros, desde el pontificado de Pio X, dirigen por tradición el Observatorio Vaticano.
El “cielo de los antiguos», como decía Voltaire, atrajo siempre y sigue atrayendo a los terrícolas (¡incluso a Trump!), que siglo tras siglo han imaginado viajes espaciales en busca de un expediente que les permitiera criticar esta vida mundana y apuntar quizá una utópica alternativa a ella, generalmente desde una presunción idealista de nuestro satélite que sólo muy tarde se convierte en un fabuloso proyecto económico. Pero hoy conocemos al dedillo ese “corpus” literario gracias a la obra –tengo para mí que definitiva– del profesor Alfonso Alcalde-Diosdado, que ha logrado localizar nada menos que 275 obras del género –él diría del “mito”–, desde su brumosa y fascinante germinación pre-clásica en Oriente Medio y Lejano hasta la desmitificadora actualidad. En esa obra impresionante, “El hombre en la luna en la literatura”, podemos seguir ya cómodamente la asombrosa saga literaria de esos viajes imaginarios, desde la invención pionera de Luciano de Samósata –y aún desde su precedente Antonio Diógenes– hasta las versiones de la ciencia-ficción pasando por la ilusión de Dante, el deliquio de Ariosto, los ensayos de “ápistas” como el “Somnium” sensacional de Kepler (que Francisco Socas ofrece ahora, lo mismo que la lucianesca “Historia verdadera”, a una luz nueva y sabia), la aventura de Torres Villarroel, y demás relatos oníricos –en muchas ocasiones derivados del ciceroniano “Somnium Scipionis”, conocido a través de Macrobio– en los que se incluyen las obras de Kepler o del erasmista padre Maldonado (otro paisano de Hervás como el legendario licenciado Torralba del que habla don Quijote con Sancho a lomos de “Clavileño”) y que alcanzan a la ficción rabelesiana y a tantas otros intentos que proponen periplos en carros maravillosos –incluido el de Elías– o en vuelos propiciados por agentes tan diversos como la propulsión provocada por la evaporación del rocío, la atracción favorecida por una sustancia antigravitatoria, la ayuda de fabulosos animales volantes, la malévola acción de los demonios y, por supuesto, a la acción de la magia o de las drogas. ¡Hasta sor Juana Inés soñó viajar por los cielos y dejó constancia literaria de ello!
Lo que encuentran en la Luna estos visionarios es sumamente variado y casi siempre anormal o incluso teriomórfico: poblaciones simias, enanas o gigantes (¡ya llegará el éxito de Defoe!), rara humanidad unisex y masculina carente de ano, razas con ojos en la boca o en el torax… Falta mucho aún para alcanzar la revolucionaria morfologia de Olaf Stapledon y sus congéneres, pero lo mismo Cirano de Bergerac que Edgar A.Poe, Raspe y Burger, Verne, Welles o Arthur Clarke, van a utilizar ese mundo (o submundo, porque junto a la anábasis, practicarán también con frecuencia la catábasis lunar) para reflexionar sobre éste y, en no pocas ocasiones –en la estela inevitable de Moro, Campanella o Fontenelle– para proponer ilusorias utopías. Porque igual que al terrícola se le ofrece la visión de la Luna, desde la Luna se divisa la Tierra, ese planeta azul girando a su alrededor que, a juicio de aquellos astronautas, crece y decrece en fases, y unas veces será mejor y otras peor que nuestro mundo, pero que ya siempre habrá de ser un rincón perdido en ese enigmático orbe que Einstein explicará de una vez por todas que es “finito, curvo e ilimitado”.
El “viaje extático” de Hervás es, pues, una fábula didáctica que trata de incluir toda la astronomía contemporánea –les haré gracia de la nómina de estudiosos que consigna– y que divierte con su descripción de ese “mundo planetario” que visita con su acompañante, Cosmopolita, al que alecciona sobre la limitación del saber humano, el papel de la curiosidad y sus riesgos, las doctrinas clásicas y modernas, la premonitoria intuición de la historicidad del espacio y del tiempo, e innumerables hipótesis explicativas de la naturaleza y circunstancia de los enclaves celestes, con especial atención a los eclipses y a los cometas, esas dos obsesiones de la época. De manera tajante descalifica a los “peripatéticos” al tiempo que previene ante la fantasía infundada y remite sin réplica a esa suprema “mente superior” que la experiencia parece confirmarle. Y en fin, dedica también atención sobrada a los cometas –otra obsesión tras el suceso reciente de Halley, que Hervás conoce bien–, protesta contra la superstición que estos despiertan junto con los eclipses, siempre en un tono sensiblemente naturalista que nunca choca con su profunda convicción trascendente ni con su ya aludido distanciamiento de Copérnico, compensado con su adhesión entusiasta a Newton y su alineación con el saber de su admirado Boscovich, otro jesuita sabio que “no se redujo jamás a creer que la Tierra se moviese alrededor del Sol… aunque se suponga verdadero el sistema newtoniano”.
En resumen, se trata de un viaje “extático” o “mental” además de incorpóreo – en la estela de Luciano que se prolongará durante siglos, pero también en la de Bruno y otros– dividido en tres etapas que le van a permitir conocer sucesivamente el Sol y los planetas, incluido Urano, recientemente descubierto por Herschell –a quien también conoce el autor—y, por descontado, pasando por la Luna. Téngase en cuenta que el sabio abate escribe en pleno auge de las teorías sobre la “pluralidad de los mundos” –otra vez Bruno o, más cerca, Fontenelle– y de las teorías de la población extraterrestre, y es de notar el ingenio pretendidamente lógico con que el abate concibe a los distintos habitantes espaciales, adaptados cada cual a las presuntas circunstancias físicas y climatológicas del Sol o de su planeta. Porque aunque, en un principio, Hervás declara que esta idea de la población extraterrestre no es sino “producto del entusiasmo de algunos romanticistas”, luego acaba por ceder ante la posibilidad de que “la Providencia” divina hubiera poblado el resto del cielo como pobló la Tierra. Incluso argumenta textualmente con una frase que, ay, encuentro literal en la correspondencia del padre Feijoo, y en la que plantea a su acompañante: “¿Si vieras, Cosmopolita, un magnífico y soberbio palacio con un millón de habitaciones, te persuadirías de que se fabricó para que en él se habitase una sola?”. Un “hermícola” o un “joviano” tenían que ser distintos de un terrícola o de un “lunático”, esa denominación humana que tanto irrita a los selenitas, como nos explicará ese “abate español” que, con seguridad, es el propio Hervás, y que se queja ante la autoridad solar de esa proliferación insensata de teorías y sistemas astronómicos en la especie humana que han convertido las universidades –¡muchas de ellas controladas por los jesuitas!— “en nuevas torres de Babel”. Pero queda abierta la posibilidad de vida extraterrestre, incluso sin atmósfera, con el argumento de que “las combinaciones de las leyes naturales son infinitas y podrían dar lugar a seres vivientes distintos a los humanos”. ¿No es Dios todopoderoso? ¿Y no leemos en el Evangelio de Juan aquello de “No todas mis ovejas son de este redil?”
Según Hervás, se viaja de la Luna a Marte, por ejemplo, “a la velocidad del pensamiento”, y hasta se plantea “la espinosa cuestión de la existencia de “cometícolas”, no sin advertir que las conjeturas científicas “no deben traspasar los límites que la razón prescribe”: el discreto equilibrio, como puede verse, es la regla de oro para nuestro abate. Antonio Herrera recordaba que, para el astronauta hervasiano, incluso cabría tildar de soberbia la pretensión humana de ser la suya la única raza del Universo, cuando “lo más acertado sería suponer que nuestro planeta es lugar de destierro y cárcel de los ángeles soberbios”, y llama la atención sobre las profusas explicaciones expuestas durante el viaje de vuelta, que incluye, junto a ingenuos ensayos cosmogónicos adaptados al “Génesis”, hasta la conclusión pesimista de que el misterio cósmico aconseja prescindir de elucubraciones especulativas que, a la postre, a nada conducen, razón por la que los “sabios” deben evitar los impracticables vericuetos dialécticos “de los que hoy llaman filósofos”. Véase hasta qué punto han de mantener un prudente equilibrio ideológico estos pensadores abiertos al saludable reflejo de “las Luces” pero conscientes de los riesgos que corren tanto frente a su propia Iglesia como al encono jansenista. Una prueba más: el Viajero (es decir Hervás) instruye a su acompañante, a punto de aterrizar, con una nueva soflama antiheliocéntrica con estas sorprendentes palabras: los copernicanos proponen “como dogma físico y astronómico el giro de la Tierra alrededor del Sol”, algo “nauseante a la verdadera física y demasiadamente atrevido”. Todo indica, sin embargo, que Hervás considera el sistema propuesto por Newton –a quien elogia sin medida– como el más razonable y menos arbitrario. En el remate de su celebrada obra, encontraremos, no obstante, una cita tomada de las “Tusculanas” de Cicerón que suenan como un aviso a navegantes pero también como una excusa explicable en boca de un hombre que, a pesar de su fidelidad religiosa, tuvo sus duelos y quebrantos con la Inquisición. Decía esa frase: “Defendat quod quisque sentid: sunt enim judicia libera”: Que cada cual defienda lo que piense: los juicios son libres. La silueta intelectual y moral del sabio jesuita se agiganta en esta íntima protesta apenas insinuada.
He dicho.