No parece haber acuerdo sobre el modelo real que habrá de adoptar la llamada “nueva normalidad”. Hay fe generalizada, eso sí, sobre el fin cierto de la pandemia –no hay mal que cien años dure—apoyada en la evidencia de la capacidad de supervivencia de la especie, pero las dudas sobre la nueva circunstancia van ganando terreno día a día. ¿Cabe esperar una restauración plena de la vieja convivencia tras la devastación provocada por la muerte y el seísmo psíquico que está suponiendo la experiencia del encierro colectivo? Cuando llegue ese día –“ diez incertus an incertus quandum”, decían los romanos–, es posible que no reconozcamos nuestros medio más que lo que podamos reconocer nuestra propia intimidad, tal como el europeo de postguerra contemplaba estupefacto su ciudad en ruinas o el preso extraña la suya tras larga condena.
Dicen que ha aumentado hasta un punto alarmante el desequilibrio nervioso, que la masa muscular está alcanzando cotas bajas nunca vistas, que el trastorno del sueño ha multiplicado las vigilias y que, si es cierto que la reclusión favoreció nuestro raquítico índice de lecturas, también lo es que la cultura del ocio terminará arrasada por la ruina económica. ¿Podrá el sistema soportar esta inimaginable catástrofe laboral, escaparán las clases medias a esta drástica purga? ¿Y el nuevo proletariado (valga el arcaísmo), logrará ser rescatado o buscará su atajo en el conflicto y su narcótico en la demagogia populista? La documentación histórica sobre las viejas pestes acredita que de toda desdicha se acaba saliendo. Lo que no queda claro nunca, en todo caso, es el balance social, es decir, el coste real que habrán de pagar los sectores más débiles que sobrevivan, tan oculto como el negocio simétrico de los inevitables beneficiarios.
Un mundo distinto nos aguarda para cuando se reabran los estadios y vuelvan las corridas, recuperemos la libre circulación, el ocio sea despenalizado y la Madre Naturaleza devuelva a la ciudad devastada, ebrios del néctar exclusivo de las élites, a Bocaccio y sus amigos. El gratuito optimismo de los hombres se funda inconsciente en el hecho de que la vida sabe esquivar estas esquinas fatales. Muchas cosas habrán cambiado para que todo siga lampedusianamente igual, pero todo vendrá a ser igual en lo distinto, idéntico en lo nuevo, porque en esa virtud adaptativa consiste el éxito de la raza humana. Un día salió Noe del Arca y pudo ver cómo había escampado y el arcoíris decoraba el cielo de punta a punta.