Las imágenes de la infame guerra ucraniana están encubriendo en la actualidad el resto de nuestras calamidades. La inflación desbocada –ésa misma que decía el sanchismo que no había de ser –como en su día la pandemia– más que un amago, la ruina progresiva de las clases medias y el purgatorio de las inferiores, el limbo del mileurismo o la ridícula escena gubernamental, por no hablar del impresionante cambio atmosférico; todo el repertorio, en suma, de una etapa rayana en la catástrofe, es encubierto con su negro velo por los desastres de Kiev, Mariúpol, Bucha o Járkov, las atestadas fosas comunes o el precipitado éxodo masivo de las muchedumbres. Y sin embargo, no faltan motivos de curiosa reflexión derivados de esa barbarie.
A las brutales carnicerías y al sacrificio de todo un pueblo se enfrenta la evidencia de un vasto movimiento de solidaridad como tal vez no se había visto nunca en Occidente, al tiempo que la agresión propicia el progresivo despertar de la vieja Europa, consciente, por primera vez desde la última Guerra Mundial, de su inseguridad frente al nuevo e invisible telón de acero.
Nunca habíamos visto tanta emoción, tanta generosidad, tanta emergente consciencia, en definitiva, como la que ha ocasionado el calvario ucraniano. Pero hay un efecto aún más desconcertante si cabe, y es el súbito e imprevisible patriotismo surgido, tanto dentro como fuera del país martirizado, al que seguramente habrá que acabar adjudicando el no menos desconcertante desarrollo de una contienda desigual que, más allá de la hipótesis del genocidio, empieza a sugerir un segundo Afganistán, otra fracaso bélico de Goliat frente a un imprevisto David, una sugerencia que acaba de ser potenciada por el simbólico hundimiento del crucero “Moskva”, buque insignia de la flota rusa del Mar Negro. La ocurrencia de Putin de esgrimir, una vez más y como réplica inverosímil a este mazazo mediático, el fantasma de una guerra atómica, prueba que, entre la teatralidad y el histerismo, en Rusia debe de andar revolviendo las conciencias la visión de aquella derrota implícita, no menos elocuente, por otra parte, que la sufrida por el gran rival en Vietnam.
Las últimas guerras –las de Irak, Siria, Yemen, el Congo, Etiopía…– están probando, con sus retorcidos desarrollos, su propia inviabilidad estratégica, enigmáticamente determinadas acaso por una realidad global que está viviendo –es posible que sin advertirlo—el vuelco que supone una nueva geopolítica global. Que se perfila ya la supremacía de Oriente parece estos días poco menos que indiscutible. Después de todo, hace ahora casi justamente un siglo que Oswald Spengler avisó a esta shakespeariana ciudad alegre y confiada que lo que se avecinaba, tras una historia tan insensata como la que recoge la crónica humana, no era otra cosa que “La decadencia de Occidente”.