Los payasos más divertidos son los serios. Los más trascendentes, aquellos que saben explotar la banalidad hasta debelarla como el envés de lo grave. Mi querido Caraballo ha cogido al vuelo el caso de Tiririca, el payaso brasilero que ha obtenido más votos que ningún otro diputado en las últimas elecciones (nada menos que 1.237.655, dos veces y media más que su competidor del PSB en Sao Paulo), siguiendo la ancestral audacia “out sider” del cómico que irrumpe en política como caballo en cacharrería. Le he recordado la aventura de Colouche, zumbado y moralista en apariencia, “grossier toujours, vulgaire jamais”, irrumpiendo en las presidenciales del 81 arropado nada menos que por Bourdieu y Gille Deleuze para acabar retirándose a pesar del 15 por ciento largo de votos que se le auguraban. Payasos y bufones tuvieron siempre un pie en la política, empezando por el Tersites, “el hombre más indigno llegado al pie de Troya”, que en el canto II de la Iliada osó liársela a Agamenón y mereció el varapalo de Ulises, y a quien la dramaturgia de Shakespereare devuelve al escenario tantos siglos después. Ni muy lejos de los bufones –como bien sabe nuestro Albert Boadella—con los que comparten la audacia de la transgresión. Pocas armas tan temidas como la guasa en la sabana política, pocas tan demoledoras con la brutal aproximación del humor que propicia el distanciamiento. ¿No se ha especulado sobre la influencia de Groucho sobre Brecht? En el universo estricto de las formalidades vacías, la palabra o el gesto hilarante funcionan indefectiblemente como un artefacto explosivo y la gente se apunta al espectáculo para participar del festín dialéctico. Ahí lo tienen: un payaso obtiene más votos que nadie en la república. Bueno, no hay que asombrarse: aquí viene ocurriendo lo mismo con cierta frecuencia, y ni nos percatamos de ello.
No hay ciudad sin su payaso. En la Springfield de los Simpson, Krusty supera desde su calculada ambigüedad y desde su cinismo, la enorme carga crítica del resto del reparto incluso sin abandonar su segundo plano. Como Tiririca, que volverá a sus escenarios, aunque no sin haber demostrado la índole circense o teatral del Parlamento. Y lo pagará, denlo por seguro. A don Francesillo de Zúñiga lo molieron a palos como a tantos otros, que no todo son risas en la vida del cómico, y la política –rígida, vulnerable, expuesta—es siempre vengativa y eficaz. Incluso un triunfo colosal como el de Boadella lleva su procesión por dentro, como la llevaba el éxito de Coluche en su día. Pero también su hartazgo de satisfacción. Tiririca es sólo uno más de la lista. Y sin embargo él sólo ha puesto en evidencia a la garduña completa.
Me quedo don el final del primer párrafo. Genial.
Me imagino la erscena al revés: un espectador en la pista y un circo lleno de payasos. ¿Nose miramos en esa fotografía? Esperemos que no. Hay mucho payaso y mucho sin vergüenza pero este mundo es duro de pelar.
Estoy con don Max: qué deleite, qué columna más bonita, en especial la segunda mitad del primer párrafo.
Ahora bien, repasando el texto, es verdad que los bufones son importantes: son la encarnación de la verdad desnuda en un mundo de apariencias y de brocardos, de la pobre humanidad en un mundo de poderosos y avasalladores, y sino miren a Velazquez y escuchen a Rigoletto.
Un beso a todos.
Lo que repugna es lo que con claridad mostraba no hace tanto una diputada brasileña:
http://www.youtube.com/watch?v=n8-WBvEfdH8
Es fácil entender por qué la gente prefiere a los payasos.
No me parece que el voto a un payaso sea una nnoticia. Pienso como jagm en el mentado final de primer párrafo.
Excelente motivo el de hoy, una lección para brasileros y para todos los demás. Seguro que ese payaso no será menos eficiente que muchos «serios» de esa cámara. Aparte de aque aquí conocemos bien a muchos de estos últimos y soprtamoss con paciencia de tontos sus chocarrerías. Lo de «la señorita Trini» de Guerra, para no ir más lejos, es clasismo más que machiscmo pero antes que nada es payasada. De las que él siempre gastó ¡¡¡con tanto éxito!!!