Lejos debería quedar la guasa de Antonio Burgos cuando definió a la incipiente Cámara andaluza como “Parlamento de la señorita Pepis”. Aquellos eran tiempos aurorales que Antonio Ojeda, inmerso en la novedad, se esmeró en encauzar como pudo y, la verdad es que pudo bastante. Desde entonces se ha mostrado la institución regentada con mano de hierro por el “régimen” anterior, convertida en permanente apoyo o ariete –según– del Gobierno de Madrid. La tarea que tiene hoy su presidente, Jesús Aguirre es clave, en todo caso, para que investir a la representación popular de su debida dignidad. En el pasado último se oyó a unos y otros vándalos intercambiar gruesos improperios tildándose, respectivamente, nada menos que de “golfos” o “fascistas”, y hasta vimos a un extraño sentarse impertérrito, como Pedro por su casa, en la bancada del Gobierno. Un Parlamento debe ser una cosa muy seria. Y hasta ahora, el nuestro no lo ha acabado de ser.