No llueve. El haza está terrosa, la yerba sin brío, el regajo va menguado y a duras penas supera las piedras del cauce. “¡Cómo no llueva vamos a comer algarrobas”, me dice el gañán, convencido, como todos los de su ámbito, de que la sequía es una excepción de la Madre Naturaleza. Grisea el olivar, se opacan los rodales privados ya de sus flores de otoño, apenas una lámina de agua sigue la pendiente hasta difuminarse en el cenagal. Se oye cercano el trajín perdicero, su piñoneo incesante en torno al nidal a recaudo, confundiendo su relato con el rumor del viento y la caña quebrada. No llueve, ni lloverá, probablemente, a juicio del jayán que me trae y me lleva por el predio, mientras arranca aquí y allá el mal brote de un olivo, la yerba insidiosa que crece con vicio al pie de los árboles útiles. Y la tierra se seca y resquebraja como la corteza de un pan antañón, como un queso pasado de añejo, negándose a mantener vivo el pasto que hace no más que unos meses daba gloria ver. La gente del campo tiene del tiempo y sus vaivenes una idea pragmática, ajena a la estadística y escéptica ante la predicción, porque para ella la lluvia o la sequía tienen algo oscuramente sagrado, lo mismo que el torrente y la inundación trascienden su condición natural, meteorológica, para traducir el designio divino. Algo habremos hecho mal, o no, quién sabe, pero el cielo no está por la labor y las nubes no aparecen o cruzan con indiferencia camino del Este dejando que el suelo se agriete y desterrone mientras el gorrión rebusca entre el pedrisco la semilla o el insecto olvidado. El sifón de los álamos chupa desesperadamente y hasta la adelfa cercana decae desfalleciente en el fracaso de sus rosas y sus blancos perdidos, el olivar hiberna bajo su gris verdoso todavía con algún fruto pendiente. “No lloverá este año ni el que viene”, murmura con acento grave el campurriano, resignando su ira ante el cuadro invernizo que augura el mal futuro y la desdicha. Nuestros campesinos no creen en la ciencia y menos aún en el telediario; se fían sólo del infalible olfato que los orienta en el laberinto sin calles del campo abierto.
Lo que nos faltaba era una sequía sobre nuestros trigales y nuestro turismo, otra vez la plaga que vacía nuestros pantanos y abandona a su suerte nuestras urbes polucionadas, la inquietud por el goteo del grifo mal cerrado y la queja costista por el secarral, el sofoco sureño ante la imprevisión de la política hidráulica. El labriego y el urbanita no entenderán nunca por igual el milagro de la lluvia que va y que viene guiada por sus enigmáticas isóbaras. La Madre Naturaleza es más misteriosa en el campo que en la ciudad. Pero como no llueva, ay, vamos a comer algarrobas.
…algarrobas, si tenemos suerte.
Debería prodigar más este registro lírico, que tan bien maneja, ¿no comprende que, aunque el tema sea entristecedor, por lo menos nos eleva el espíritu? Enhorabuena por esta página de hoy.
Ya nos habíamos olvidado de esta calamidad y, presumo que la autoridad tampoco esta larga tempoorada de bonanza habrña aprovechado para prevenir la escasez.
Muy bonito el relato, muy veraz. Usted debe, como dice Madre, recurrir más a menudo a este estilo.
Una preciosodad.
Besos a todos.
Ay, usted y sus nostalgias campesinas,usted y sus líricas, que parece que no pasa el tiempo por su cabeza ni por su corazón. ¿Recuerda cuando me descubrió a Paul Celan? ¿Eran tiempos mejores o era que nosotros estábamos más vivos? No te molestes en contestarme…