Comprendo que es cuestión de gustos, pero, aunque lejano de sus ideas y más todavía de su moral, siempre he mantenido una medida admiración por la figura de Giscard d´Estaing. Un político que aceptó diamantes de un miserable asesino como aquel “emperador” Bokassa que se hizo coronar a pleno sol luciendo un manto de armiño y al que la leyenda coetánea llegó a considerar antropófago (se dijo entonces que conservaba en la nevera el solomillo de una estudiante rebelde), merece, sin duda, cuando menos una reprobación moral. Lo malo que tiene la praxis política es que al mismo político puede y debe atribuírsele una labor no solamente buena sino, en cierto sentido, excepcional. Mi viejo amigo y gran conocedor de los asuntos europeos, el corresponsal Juan Pedro Quiñonero, ha dicho de él –en poco más de un “suelto” y en la página 47 de este diario—que “durante su presidencia, entre el 74 y el 81, realizó una obra social, política y cultural, nacional y europea, de inmenso calado”.
¡Un “suelto” a pie en la página 47! Convengan conmigo en que –aunque, ciertamente, unos menos que otros– no somos nadie. La memoria colectiva, tan pertinaz en ocasiones, es por lo general ingrávida y huidiza, y para comprobarlo no tenemos más que echar una mirada atrás para quedarnos, como la mujer de Lot, petrificados ante la ausencia clamorosa de los grandes personajes de entonces. ¿Hay hoy en la nómina política un plantel comparable al que componían, en tiempos del difunto Giscard, los Andreotti o los Helmut Schmidt? Comparado con los actuales presidentes yanquis o británicos, por ejemplo, incluso un criador de cacahuetes como Carter resulta un Metternich o un Roosevelt. Con los españoles, mejor no comparar.
Con España no encajó bien Giscard, seguramente a causa de su acendrado “republicanismo”, en el sentido francés del término, y desde luego no entendió ni de lejos lo que fue nuestra Transición desde esa despectiva mirada suya de casi aristócrata que viene a ser lo mismo que casi burgués. Pero apuntó la idea de que una Europa unida tenía que diluir el fronterismo heredado en una federación más o menos concebida a la tocquevilliana. Nos fue muy bien como españoles al no atender a sus prejuicios y mohines. Como europeos, en cambio, entiendo que poco nos benefició no aceptar su visión dinámica de una Unión que había nacido, y nunca perdió ese perfil, como un trust de mercaderes. Un “suelto” perdido en el periódico a su muerte no era, seguramente, lo que merecía, teniendo en cuenta los titulares dedicados con frecuencia a tanto granuja ilustre.