El fracaso más que relativo del reciente 8-M sugiere, no sin cierta vehemencia, la crisis de un feminismo más lastrado por la androfobia que movido por el ideal de igualdad entre los sexos. Una voz salida de sus propias filas advertía hace poco de la carga que para el movimiento ha supuesto la reivindicación de diversos y hasta peregrinos objetivos sexuales, tan ajenos al proyecto de paridad, en ocasiones, como al sentido común. Los gestores populistas han convertido la antigua y justa causa de la igualdad entre los sexos en una retroutopía difícil de conciliar con la razón, y las circunstancias políticas han cerrado, con la arbitraria profesionalización de la gestión, ese círculo negativo. Ésa es más que ninguna otra la causa de una crisis que hunde sus raíces en un desconcierto popular que alcanza ya hasta la gramática.
La legítima pulsión femenina por superar ese injusto legado de nuestra condición animal no es la primera vez que se sale de madre. Desde la Edad Media y a través de la Modernidad viaja la ingenua (e injusta) ilusión del dominio del varón por la mujer. Una leyenda famosa sirvió en su día al intento de desprestigio del aristotelismo en favor de la tradición platónica con la imagen del sabio ilustrísimo cabalgado por la real hembra, leyenda apócrifa que resuena aún en nuestro “Libro del buen amor” y que en el XVIII, los mismos “ilustrados” que –desde Rousseau a Jovellanos—regateaban a la hembra su derecho a la lectura, pusieron de moda como un divertimento, “el caballo de Aristóteles”, en el que la hembra cabalgaba al macho insigne definitivamente sometido. ¡No era ya la igualdad el objetivo sino una desigualdad nueva, el vuelco vindicativo de una relación injusta sustituida por otra despótica!
A principio de los 70, Esther Vilar sostuvo, en “El varón domado”, la controvertida tesis de que, si bien el histórico abuso patriarcal era incuestionable, en la sociedad desarrollada esa injusticia esconde o disimula cierta manipulación femenina que le brinda el propio sistema. No tuvo éxito su tesis como era natural, en competencia con las radicales propuestas de un siglo como el pasado que, a pesar de todo, es probable que difícilmente hubiera aceptado las planteadas hoy por los feminismos populistas. Parece claro que el feminismo tendrá que refrenar su pulsión misiándrica en favor del ideal de igualdad, renunciando a la vieja fantasía del dominio femenino a la que, haciendo el juego a oscuros conservatismos, jugaban deslumbrados por “las luces” las damiselas y petimetres que inauguraron la modernidad.