No sé bien si la leyenda del “Titanic” responde más al fetichismo o a la necrofilia. Nada justifica, a mi entender, la persistencia de ese interés por una tragedia que, con ser tremenda, no fue, desde luego, ni de muy lejos, la mayor ni la peor de las registradas en el siglo pasado, salvo el hecho incontestable de que la generación de nuestros abuelos viera en ella, como vio, una suerte de maleficio divino dispuesto para castigar la soberbia humana. Estoy convencido, por otra parte, de que sin la exitosa película de su odisea, que logró conmover a este mundo inconmovible ante tantísimas desgracias, la boga de esa leyenda sería muy diferente de lo que es y muy posiblemente no tendría mucho sentido la subasta que Guernsey’s va a celebrar en Nueva York el próximo abril para adjudicar, en un solo lote, los 5.500 objetos rescatados del fondo del mar por los buceadores y que salen con un precio de partida de 189 millones de dólares. ¿Qué hacer con ese botín –que incluye desde un trozo del casco que pesa diecisiete toneladas hasta un par de gafas bien conservadas, piezas de vajilla estampilladas con la sigla de la naviera o unos gemelos de oro– aparte de un triste museo de la tragedia, el fetiche puro y duro de un desastre aprovechado hasta el escarnio por quienes bien conocen y explotan la secreta afición humana a la contemplación de la desdicha? Bien sabemos que en Estados Unidos el museísmo es tan particular como intensa la atracción del fetiche, como demuestran día a día las colas de visitantes ante la casa de Elvis o las pujas por llevarse a casa la lencería usada de la pobre Marilyn, pero exhibir los restos rescatados de un naufragio a un siglo de distancia me parece a mí que sugiere un trasfondo sadomasoquista que ninguna propaganda conseguirá disfrazar de memoria necesaria. Sería fascinante, eso sí, una exposición de los tesoros del “Odissey” arrebatados por los piratas en nuestras costas y que la Justicia americana non acaba de decidir si nos los devuelve o consagra el despojo. Mostrar el ajuar de unos pasajeros desgraciados es cosa muy distinta.
La leyenda del “Titanic” ha pasado de ser un “exemplum” o un aviso a la audacia humana en una sociedad todavía fuertemente sacralizada, a convertirse en una novela de un subido romanticismo de masas y, finalmente, romper en una subasta de difícil liquidación porque la postmodernidad, como Midas o como los alquimistas antañones, convierte cuanto toca en el oro que deslumbra a la opinión pública. Seduce la tragedia como pocas cosas en esta vida. Y la vida misma se encarga de alimentar ese necio instinto engalanándola alguna vez con el equívoco prestigio del glamour.