Con la edad nos llega el privilegio de aceptar la grandeza de quienes detestamos en su día o, al menos, de reconocer sus perfiles con la imprescindible imparcialidad. La Thatcher que odiamos (y temimos) un su día hoy se nos aparece como una personalidad poliédrica en la que las caras fascinantes alternan con las terribles. Su larga tarea cambió básicamente el escenario ideológico de una generación, heredera de la guerra mundial, en la que aún el mito liberal se mantenía acorralado por el mito del progreso, y no sólo en Gran Bretaña, como ella decía, y donde el dominio laborista no cumplía ya los tres decenios, sino en todo un Occidente desencantado del mesianismo colectivista en el que coincidían energías tan fuertes como las de Reagan o Wojtila. Ahora comparan a Thatcher con Churchill, y hay que reconocer que no sin cierta razón de fondo a poco que recordemos su determinación y la inflexibilidad de su carácter. Hay que tenerlos cuadrados, desde luego, para escudar voluntariamente a los espías asesinos que ella misma envió a Gibraltar, en plan GAL, para liquidar a tres presuntos terroristas con dos escuetas palabras: “Yo disparé”. Y más aún para decidir con una sola, firme e indiferente como un Nelson, el hundimiento del crucero argentino con sus más de trescientas vidas a bordo: “Húndanlo”. En una ocasión en que le cuestionaron su ideario en el Parlamento, sacó del bolso un librito de Hayes y lo blandió ante los diputados como si se tratara de otra Buena Nueva. En otra aguantó el tirón hasta ganarle el pulso a los poderosos sindicatos mineros que no volverían a pisar fuerte ya nunca y se jugó el resto para evitar la reunificación alemana, haciendo suya la frase de Andreotti “Estimo tanto a Alemania que me gusta que haya dos”. Sol y sombra, ángel y demonio si quieren. Con el tiempo las cosas se ven más claras.
Se puede aceptar que de Thatcher fue la mano que alumbró la “new age”, la ilusión del crecimiento indefinido, el ilusorio reino feliz de los tiempos finales, pero a condición de que metamos también en su debe esta crisis devoradora. El neoliberalismo conservador tuvo su oportunidad y la aprovechó sin sospechar siquiera la que se nos venía encima, éste laberinto en el que, perdido el hilo de Ariadna, nadie sabe orientarse. ¿Sabría ella de haberle correspondido? Sólo sé que Thatcher fue una mujer extraordinaria sin dejar de ser una mujer atroz, que tendrá, sin duda, un sitio en la historia menguante de este Occidente splengleriano.
Muy de acuerdo con su analisis, don José Antonio. Supongo que aun carecemos de perspectiva para saber si esta mujer sembro mas lo malo que lo bueno, como tenderia yo a decir hoy en dia, pero quizas dentro de algunos anos se nos vuelva la tortilla y pensemos que sus reformas eran necesarias.
(Perdon por la omision de acentos.)
Besos a todos.
Marta
Difícil pensar en el equilibrio entre mujer atroz y mujer extraordinaria. Al cabo y al fin es extraordinario lo que no es ordinario. Y doña Margarita no lo fue. Pero hay que cargarle en su debe, como a Reagan o JP II, el abismo en que estamos y al que aún no se le ve salida.
Creo que es una de las columnas más acertadas y valientes que ha escrito en mucho tiempo. Es importante y digno reconocer los yerros propios, que es cosa que ja hace cada dos por tres, ¡tanto hemos errado! Yo creo que esas dos frases que le atribuye retratan a la Tahtcher, sin perjuicio de sus aciertos económicos ni de su responsabilidad, a largo plazo, en esta crisis.