La muerte está de moda. Ahí está la ‘basca’ gótica, la tétrica fotografía de la adolescente que mató a su compañera, posando entre tumbas, la propia familia presidencial española enlutando la Casa Blanca con el negro funeral de sus negros indumentarios, como una galería de inspiración tanática empeñada en darle la razón al último Freud, al de “el instinto de muerte”. En el parisino museo Maillol hay colas estos días para ver una exposición –C’ est la vie! Vanités de Caravage a Damien Hirt—en la que, junto a piezas de Picasso, Cézanne, Stoskopff o artistas populares, se amontonan cráneos, esqueletos, videos escalofriantes o fantasías espectrales, todo un “memento mori” rescatado de la memoria tenebrista para divertimento de la muchedumbre fascinada: la mirada de la serpiente. La muerte ajena, por supuesto, la del Otro, sobre la que teorizó como nadie Philippe Ariès, ésa a la que nadie teme, según escribe Sartre en “El Diablo y el Buen Dios”, porque le superpone la cara del vecino, la muerte lejana asumida en las viejas culturas necrófilas y a la que Edgar Morin trató de oponer el mito moriniano de la amortalidad. El hombre, junto al elefante, es el único animal que no rehúye esa imagen sino que la cultiva hasta introducirla, como en este caso, en la galería o el museo. Alguien recuerda en Francia estos días la obra estremecedora de Jacob de Gheyn que se exhibe en el Metropolitan neoyorkino, espantajo muy anterior a las repugnantes Postrimerías mañaristas de Valdés Leal. Misterioso prestigio, el de la muerte. ¿No la veía Schopenhauer com la musa de la filosofía? Pasaré de largo ante el Maillol, rue de Grenelle, asido sentimentalmente al consuelo stendhaliano: puesto que es inevitable, olvidémosla. El resto es masoquismo y pus. Conmigo que no cuenten.
Espanta ese “goticismo” de guardarropía que seduce extrañamente a una sociedad hedonista y no poco superficial. Espanta y no se entiende, a no ser como recurso último del vacío mental, como el de la diva que dormía en un ataúd o el de los santos con calavera empeñados en ver dentro de unas cuencas vacías. ¡La mirada de la serpiente! Baudelaire, creo recordar, decía tener poderosas razones para compadecer a aquel que no amara a la muerte. Prefiero a Juan preguntándole con impertinencia dónde estaba su victoria. No seré yo quien pague por ver en el Maillol esa fosa común, pero ahí está la gente arracimada en la puerta del museo como un símbolo de esta sociedad desnortada que no encuentra mejor razón para vivir que la estética de la muerte. La gente nueva se da la mano con los provectos amantes de la escatología. “¡Viva la Muerte!”. Ahora resulta que Millán Astray, tuerto y todo, tenía gran visión de futuro.
Un comentario vitalista de este hombre inasequible al desaliento. La muerte y su atractivo morboso. La moda de la muerte. Me perece sentir como me coge del codo, rue de Grenelle, para que aceleremos el paso. Siempre tuvo horror tanático –desde que lo conozco y va para medio siglo– este hombre de fe. Pero su crítica de esrta banalización de la Muerte es acertada. Yo tampoco entraré en el Maillol.
Preciosa reflexión. No se entiende esta tendencia macabra y menos que haya triunfado entre los jóvenes. ¿Es un nuevo romnaticismo, maestro? ¿Qué opina? Todos esosnenes7as puede que lleven dentro un Larra o una madame chopiniana, ¿no cree? Cuéntenos algo…
La cultura de la muerte no es solamente una cuestión estética propia del tiempo. Es la expresión de un espíritu que ha reducido esa muerte a algo insignificante (a la muerte ajena, por supuesto), que habla de 300.000 abortos al año como si nada, que habla de un millón de muertos en guerras casi secretas o al menos silenciadas como quien habla de la mar, que toma la sangría de las carreteras o la de las drogas o la del hambra, que ésta sí que es sangrante, como meras estadísticas. Eso es todo, jefe, y ello explica estas banalidades que nos cuenta que ocurren en París.
El culto a la muerte de tantos miles de estúpidos producirá irremediablemente algunos asesinatos gratuitos.
Los promotores de esta estupidez colectiva tienen una responsabilidad innegable.