Pocos argumentos tan comunes a la política como la confusión consciente entre el pragmatismo y la inmoralidad. Muy anterior a Maquiavelo, por supuesto, ése ha sido toda la vida un recurso del político cínico, si es que aún cabe emplear en singular una expresión que se ha convertido ya en mero tópico . Estos días, alrededor de la efemérides del éxito socialista del 82, estamos asistiendo a una penosa serie de “revelaciones” tan aterradoras como la que –destapada por Pedro J. Ramírez y desmentida por el acusado—asegura que, según el biministro Belloch, el vicepresidente Serra habría concebido nada menos que un plan para asesinar al fugado Roldán. El asesinato, no considerado –en plan Thomas Quincey– como una de las bellas artes, pero sí como un recurso político justificado en exclusiva por el pragmatismo tal como viene haciendo hace siglos la literatura.
Pero no queda ahí la cosa. En una asombrosas declaraciones recientes, aquel Vicepresidente ha reconocido, como quien no quiere la cosa que durante su mandato, no sólo se convirtieron en habituales las escuchas policiales incluyendo la que expiaban la intimidad del Jefe del Estado, sino que, con su expreso visto bueno, los servicios secretos mantuvieron dispositivos para ocultar las aventuras extramatrimoniales del rey Juan Carlos llegando a encargarse de la vileza que supone conseguir locales discretos para facilitar sus devaneos. Senra –que ya hubo de defenderse ante el juez de comprometidas irregularidades económicas—cuenta esta felonía sin inmutarse alegando, como si de una legítima “razón de Estado” se tratase, que si obró así no fue más que por “mantener el control” del fogoso monarca, razón por la que, en consecuencia, no está en absoluto arrepentido. Hasta distraer en mamporrerías a los espías del Estado parece que le resulta justificado a quien tenía a su cargo la seguridad nacional en aquellos años sangrientos.
De aquellos polvos estos lodos, y nunca mejor dicho. La democracia que tenemos ha fundamentado la visión cínica que supone una política por completo desprendida del rigor ético y, para qué hablar, de la exigencia moral, hasta alcanzar ese grado cero de la conciencia que reduce la responsabilidad del político a su voluntad realenga. Nada tiene por qué impedir lo que el designio del poder señala y exige, no hay regla que valga para limitar su albedrío y menos para trabar su objetivo. En esta democracia se ha llegado a disfrazar la rapiña con el señuelo de la necesidad, cuando no se ha llegado a fregar sin contemplaciones la sangre derramada por unos y otros. Realmente lo asombroso no es tanto asumir impotentes el éxito de esos indecentes e irresponsables fautores como contemplar desconsolados la liquidación de la dignidad nacional a que estamos asistiendo.