Cada día abundan más las noticias sobre lo que la Campoalange, aquella lumbrera del feminismo primordial, llamara hace muchos años “La secreta guerra de los sexos”. Me crispan y desconciertan, sobre todas ellas, las que proceden del magín unidimensional de la ministra de Igualdad, ésa que sostiene que el ser humano debe indagar su identidad a fondo antes de seguir la no poco inequívoca dotación con que lo trae al planeta la Madre Naturaleza y dedica millonadas al reconocimiento de la realidad interinguinal. Me reanimo ante ellas considerando las barbaridades que sobre el “bello sexo” –si se me permite todavía la expresión– han proclamado los machos desde el Eclesiastés a Freud pasando por los Padres de la Iglesia. Pero ni ese ejercicio repara mi inquietud a la vista de la gravosa política andrófoba que mantienen nuestras amazonas nada menos que desde un ministerio, como el de Igualdad, tan despilfarrador como expletivo.
Ahora bien, casi peor que esos extravagantes contradioses me subleva la parcialidad de una ministra –insisto, heterófoba además de ignara—que arma la de Dios es Cristo frente a los abusos del varón como calla ladinamente cuando esas tropelías son perpetradas por mujeres o incluso por varones políticamente afines. Ni palabra ha dicho la ministra, por ejemplo, ante la desigual batalla por la igualdad que se libra estos días en las calles de Teherán, ni ante el presunto maltrato doméstico perpetrado por un diputado amigo, y menos sobre la famosa asesina degolladora de su cónyuge o la escandalosa imagen de la madre filicida (“vicaria, off course), una más en la escamoteada estadística que asegura que –según datos oficiales– hay más hembras que machos reos de ese pecado capitalísimo que ya era viejo cuando Eurípides popularizó la aterradora historia de Medea.
Tienta aliviar el juicio sobre la Montero la sospecha de que no esté en sus cabales, pues si no los está, al menos lo parece quien dilapida el presupuesto público en adoctrinar a menores en la búsqueda de su evidente identidad, o en esa grosera publicidad que dice cuestionar los “modelos de belleza femenina irreales”, por no recordar el ruinoso empeño en fomentar la transexualidad con el que, al parecer, desasosiega a la caterva infantil y adolescente. Digo yo que si fuera serenamente defensora de su “sexo” (“género” es otra cosa) no haría acepción de implicados sino que denunciaría a todos por igual, machos o hembras, conservatas o antisistemas, sin fijarse en la entrepierna. Aunque claro también que una ministra-consorte (la última “madame Ceaucescu”, como llamaba Carrillo a la penúltima) algo tendrá que hacer desde un Gobierno a la deriva, aunque sea desde dentro del imaginario patológico, si ignora todo lo demás, incluyendo el trívium y el cuadrivium. Si en algo es maestro Sánchez es en enrocarse a cualquier precio en el fortín de la mediocridad.