Un escritor amigo tiene en marcha un libro sobre la crueldad humana. Llevará en la portada, si le hacen caso sus editores, un collage con los rostros de Hitler, de Stalin, de Pol Pot, flanqueados por tal asesino en serie o cual personaje vesánico. “¡Qué envidia del mundo animal (quiere decir “no racional”), en el que la violencia se atiene y dosifica según un código de conducta escrito con los caracteres de la necesidad! Un animal mata para vivir –me dice—no por maldad, no obtiene placer con sus crueldades sino que éstas son simples medios para su legítimo fin, no es arbitrario, ni caprichoso, ni dañino…” Ojalá, le he dicho, y ante su expectativa le he recordado la enseñanza del viejo Konrad Lorenz, “papá pato”, en el sentido de que esa violencia no es sino el motor de la propia vida y la dinamo de la evolución, la clave última de la existencia de las especies. Lorenz sostuvo que si no hubiera habido violencia en la historia de la vida, ésta se habría detenido en sus primitivas formas inferiores, es decir, en la monomoleculares, y aún de ello no andaba muy seguro el autor de “Sobre la agresión”, un convencido de que cada una de esas especies ha evolucionado impulsada por la ferocidad que es la que, en definitiva, convierte en fuertes a unos seres a costa de lo débiles. La guerra no la han inventado los hombres sino que es la forma, digamos racionalizada, de la violencia común a todos los entes vivos que han de enfrentarse, necesariamente, en un contexto competitivo. Y en cuanto a la crueldad, tampoco se hacía ilusiones: no hay más que ver a un gato jugar con su presa o a un insecto devorar en vivo las entrañas de su congénere, para comprender que los verdugos más reputados del género humano no sólo no los preceden, sino que únicamente los aventajan en la nombradía. No se concibe la evolución animal sin ese instinto agresivo que hizo surgir la evolución misma, según Konrad, de una inacabable tragedia, de una masacre inmemorial que fue haciendo posible –precisamente por razones darwinianas—eso que hoy llamamos mimosamente la biodiversidad.
Allá mi amigo, por supuesto, que desde su ingenuo optimismo animalista me da el pálpito de que no ha entendido bien mis objeciones, pero yo me he quedado rumiando entristecido porque la verdad, cuando te la cantas clara a ti mismo, tiene ese efecto irritante, casi tóxico, que la disfraza de escándalo. Pol Pot era un hijo de puta y la mantis sólo una inconsciente, a ver quién lo duda. Y sin embargo, Lorenz sigue tentándonos con su manzana pesimista que se mece lustrosa en el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. No salimos de esta polémica hace sesenta años, lo sé. Pero no me miren a mí: miren al gato.
Tiene usted mucha razón , pero para eso también han pasado años y se ha «inventado» la razón, la conciencia y la cultura. Por eso a veces digo que hay hombres menos hombres que ciertos simios.
Un besos a todos.
Esos tres canallas que menciona ja solo son tres casos patológicos de los muchos miles que habrían hecho lo mismo de encontrarse en circunstancias parecidas y poder absoluto. No se olviden de Pinochet, Videla y tantos sátrapas africanos más los miles de subordinados que torturaban y asesinaban bajo la “obediencia debida”.
Y ¿Qué me dicen del respetado ciudadano que paga ocho o diez mil euros por matar a un ciervo porque tiene dieciséis puntas o del otro que mata hasta cien palomas torcaces al paso, cada fin de semana durante la migración, sin dignarse a comer ni una sola?