Sé bien que el propósito de este artículo podría ser malentendido como un gesto de menosprecio por los muchos y grandes enseñantes actuales. Pero no es eso lo que pretendo con él sino, simplemente, reparar en el hecho de que la cultura española actual y, en especial, la universitaria, más allá de sus méritos indudable, no está basada ya en aquella relación con los grandes maestros que se dio en generaciones anteriores. La mía, por ejemplo, no alcanzó a conocer a los maestros anteriores a la guerra civil , ni conoció una cultura y una universidad en la que los estudiantes convivieron, entre otros, con los Menéndez Pidal y los Altamira, los Unamuno, los Ortega, los Américo Castro o los Sánchez Albornoz, arrebatados por el tiempo o el exilio. Pero sin salir de mi facultad complutense –y seguro que sin el merecido reconocimiento– tuvimos el privilegio de aprender con la cohorte que maduró con aquellos, los Maravall, Díez del Corral, García de Valdeavalleno, Gómez Arboleya, Sampedro, Manuel de Terán, Garrido Falla o Antonio Truyol, un elenco excepcional –no hay más que considerar sus obras—que, con absoluto respeto por los actuales enseñantes, hoy resulta difícilmente comparable.
Es posible que no se haya reparado bastante en ese ocaso del gran magisterio sin duda ocasionado por la grave crisis de crecimiento de la Universidad tanto como por el deterioro provocado en la vida universitaria por la política educativa de la Dictadura y, desde luego, por los disparates que han venido tras ella en una sociedad que ha reducido el “alma mater” a una simple fábrica de títulos entre los que, en los últimos decenios, han proliferado no pocos, si no por completo injustificables, cuando menos peregrinos. Claro que semejante declive no es exclusivo de aquella vida sino un caso más del deterioro cultural generalizado. ¿O acaso la literatura creativa de hoy o la ensayística no han decaído respecto a sus predecesoras? Es probable que sí, y la consecuencia no es otra que la relativa orfandad vivida por una generación que, paradójicamente, ha contado con más y mejores medios que ninguna otra en nuestra historia.
Un maestro de aquellos no era sólo un transmisor disciplinario, sino una figura en cierto modo patriarcal, cuyo ejemplo tanto como su doctrina solían fraguar en el discípulo –al margen de las inevitables coces platónicas– el impulso emulador que hace avanzar las culturas. ¿Se han percatado de que hoy, habiendo crecido tanto el ámbito de la enseñanza, apenas hay “escuelas”? Acaso no hay mejor indicio que ése para entender la crisis universitaria y la de la educación en general.