Alguien resaltaba hace bien poco en estas mismas páginas el perfil de una ilustre dama sevillana que ha hecho de su vida una incansable campaña contra la pena de muerte. A muy altas instancias internacionales ha llegado su voz reclamando la abolición de esa barbarie que ensombrece desde siempre nuestra civilización, pero tampoco hace mucho que se la pudo escuchar desdiciéndose de su anterior reparo contra la “prisión permanente revisable” porque –decía ella— ni es lícito en modo alguno arrebatar una vida humana ni lógico poner en libertad a criminales probados, y en muchos casos atroces, que por experiencia sabemos que vuelven a delinquir en cuanto se les abre la puerta. Nadie discute que la prisión castiga y hasta envilece, pero tampoco podrá negarse que sólo se reinserta quien erró, no quien lleva en la frente la marca de Caín. Un hombre caído puede recuperar la razón perdida; la cobra o la hiena, no.
El horror se vive estos días en toda España al conocerse el morboso detalle del atentado sufrido por una joven a manos de un criminal reincidente –un asesinato, un intento de violación, varios quebrantos de medidas cautelares y dos robos— viene a colmar, de momento, el caldero de una conciencia pública desconcertada por la frecuencia de unos crímenes, en no pocas ocasiones perpetrados por asesinos licenciados. Y el estupor se iguala a la indignación al conocerse que este último endriago había vivido en prisión un inconcebible régimen de privilegio en el que disfrutaba de un empleo remunerado además de una libertad relativa que le permitía, incluso, aprovechar su privilegio para trapichear con “pinchos” entre los reclusos.
No, evidentemente, ni las cobras ni las hienas se reciclan, por generosas que sean las Constituciones, y hace falta ser insensato para alegar contra la porfiada “prisión permanente” –¡como ha hecho el presidente del Gobierno en el Congreso!– el argumento de que la vigente, ésa qué él pretende derogar, no ha evitado la feroz tragedia de hace unos días.
En nuestras sociedades complejas, el crimen ha dejado atrás las buenas intenciones “ilustradas”, y tal vez hoy Montesquieu y Rousseau tendrían que repensar perplejos sus razonables y caritativas conclusiones. El marqués de Beccaria, que vendría a ser hoy día un Ripalda para ingenuos, lo tenía ya claro por entonces: “la única medida válida de la gravedad de un delito es el grado de daño que causa a la sociedad”. No se trata de castigar al reo –matizaba la dama aludida— sino de proteger a los demás. Discutir esta aplastante razón resulta hoy sencillamente absurdo lo mismo por la izquierda que por la derecha. El resto es demagogia o, cuando menos, prejuicio.