Es curioso comprobar cómo, al tiempo que los arúspices ven en la drástica reducción de la natalidad el suicidio a medio plazo de la especie, surgen también voces que alertan sobre el grave riesgo que supone la prolongación de la esperanza de vida. Un científico acostumbrado a medir la existencia pretérita en múltiplos de mil, como el profesor Arsuaga, acaba de decirnos desde Atapuerca que no ve obstáculo real para que, en un futuro próximo, acaso inminente, esa esperanza llegue a alcanzar los 120 años de media. Y su profecía me ha recordado que, ya en el año 95 del siglo pasado, otro sabio, Santiago Grisolía, aventuró en que 2020 esta perra vida habría de alcanzar el siglo y cuarto, milagro antibíblico que, evidentemente, no superó el nivel profético.
¿Para qué querríamos vivir tanto con la que está cayendo? Bueno, eso es opinable, pero no lo es tanto ni que la supervivencia gana terreno día tras día, ni que, en el supuesto de que nazcan más o menos bebés, ese modelo social longevo ha de resultar radicalmente incompatible con el marco vital que desde el Renacimiento llamamos “Estado”. A mi amigo el biólogo Ginés Morata –uno de los escasos “Príncipes de Asturias” con que cuenta Andalucía—le he escuchado mantener en público que, al menos en teoría y al ritmo hodierno del progreso científico, él no veía razón por la que el hombre actual tuviera que morir en cumplimiento de la sentencia divina que consta en el “Génesis”, esto es, para que el sueño de la inmortalidad pasara a figurar entre los futuribles. De sobre sabía él, por descontado, que el mero hecho de mantener a un ser con vida, como hoy posibilita el progreso médico, no equivale a vencer a la muerte si no se logra restaurar la normalidad biológica que aquella implica, porque vegetar no es vivir sino una sombra ilusoria de la existencia.
¿Pero cómo conciliar el dudoso privilegio de la inmortalidad que Borges pulverizó en su famoso relato con las cábalas fiscales con que –lo mismo desde la moderación conservadora que desde los radicalismos degenerados—se trata hoy de cuadrar unas cuentas públicas puestas en entredicho radical por el darwinismo capitalista aferrado a la optimización sin freno de los beneficios? ¿Para que querrían esa longevidad los mileuristas, los parados, los jubilados de menor cuantía y, en general, las famélicas masas tercermundistas, por no hablar de la legión de víctimas que reproduce pródigamente la post-modernidad, vivir más tiempo del que ya padecen? Mucho me temo que la lógica exigente de un vivir que pueda considerarse realmente humano funcione con un insuperable retraso respecto al fascinante pero equívoco ritmo del progreso tecnológico.