La vaquilla, la cabra del campanario, el toro de fuego, todo ese programa de fiestas (¿) lugareñas no solamente consentido sino amparado por la autoridad, constituye una ofensa a la dignidad de los ciudadanos libres y civilizados. El caso de la vaquilla torturada hasta la muerte en Alhaurín el Grande, que está dando la vuelta al ruedo ibérico y parte del extranjero, hay que endosarlo a la responsabilidad de la autoridad municipal y gubernativa además de a los salvajes que perpetran esos crímenes no pocas veces a socaire de una absurda vitola antropológica. Esas autoridades deberían sancionar ejemplarmente a los bárbaros y alguna autoridad superior debería, a su vez, sancionarlas a ellas.