No son pocas las aportaciones que van apareciendo con motivo del centenario del quinientos centenario de la muerte de Nebrija. Quizá los más modestos y silentes admiradores del maestro esperáramos alguna cosa más, pongo por caso la evocación del astrónomo en ciernes que fue el lebrijano, del sabio tentado por las matemáticas y, desde su estancia en Salamanca, del cronógrafo autor de la olvidada “De ratione calendarii” que avanzó pionero su tabla para apreciar las diferencias horarias entre los lugares europeos. Cuando el doctor Laguna, ya como médico de Carlos V, reeditó a Dioscórides, su “Materia Médica” ya hacía años que Nebrija había sacado a la luz pública su versión latina –luego saqueada por más de un editor–, una aportación que remata su perfil de hombre “moderno” que no rompería, arrastrado por el nuevo espíritu, con sus hondas raíces tradicionales.
Hoy tienta más que nada, por supuesto, recordar sus intenciones expuestas en el prólogo de aquella “Gramática” que había de garantizar, junto al uso correcto del habla y la imprescindible enseñanza de su arte –como acaba de recordar Juan Gil– para la conservación del recién estrenado proyecto nacional. Y no deja de admirarnos la rotunda conciencia del autor — en su imponente prefacio al “Diccionario” más tarde actualizado por el padre Zeballos– que dijo ser “el primero en abrir tienda de la lengua latina” y debelador de “políticos contrahechos y gramáticos”. Veremos en qué queda tanta convocatoria y tanto rebato. Lo que no deberíamos obviar sería el destino o la suerte de aquel desigual ingenio que si bien gozó de mecenazgos y protecciones, incluso de la real, también hubo de tragar las injusticias, al parecer intemporales, de la vida universitaria española.
Porque a sus muchos saberes y tareas, Nebrija había echado ya en Alcalá –a la sombra de la reina Isabel y del propio Cisneros y dejando gustoso su recién ganada cátedra salmantina de Prima– su cuarto a espadas nada menos que sobre el resbaladizo asunto de la traducción bíblica, dando lugar a su inquietante contencioso con la Inquisición entonces en mano de un temible fray Diego de Deza medroso ante la sugerente perspectiva que el recurso a las lenguas semíticas además de las clásicas ofrecía en aquel ambiente que, al menos, hasta la desaparición de Fonseca, el sucesor de Cisneros, palpitaba animado por el airón erasmista. Porque si Nebrija, a la vuelta de su estancia en Bolonia, tuvo en Salamanca su cátedra, como luego durante un año la de San Miguel en Sevilla, sus necesidades y su legítimo deseo fue la de oponerse para la sucesión del maestro Tizón en la cátedra de Prima, oposición en la que acabaría derrotado por un joven aspirante, García del Castillo, sumiéndolo en un desánimo que le hizo abandonar aquella universidad.
Por cierto que en aquella oposición no faltaron los habituales cabildeos como no faltaron en la convocada para sustituir a Nebrija en aquel año 22 en que el insigne sabedor, al morir, deja vacante su cátedra, cuando otro sabio incontestable como Juan Luis Vives pretende ganarla sin conseguirlo, a pesar de las gestiones en su favor –“inútiles” según un gran experto como García Villoslada– de otro biblista, erudito y colaborador de Cisneros en sus proyectos alcalaínos, Juan de Vergara, un judeoconverso y humanista de altos vuelos, que sirvió al gran Cardenal y luego a su sucesor Fonseca como secretario, pero al que la Inquisición cortaría las alas y metería entre rejas arruinando finalmente una prometedora carrera. Muerto Fonseca, respaldo y en ocasiones fortín de erasmistas, muchas cosas iban a cambiar en la innovadora Universidad complutense en la que hasta un Ignacio de Loyola había tenido, por entonces, sus más y sus menos con los inquisidores.