Perfil de Sosa Wagner
Son muchas las voces que se levantan hoy en España cuestionando la situación actual del Estado de las Autonomías. Algunas de ellas, abiertamente hostiles al sistema instaurado en nuestra Constitución, comienzan a reclamar, con mayor o menor intensidad, una reforma que rescate al Estado de su actual postración saneando su debilidad; otras más cautas, proponiendo la fórmula alemana, es decir, reclamando sin complejos para la Administración Central las competencias dispersas durante decenios en los lander. Ambas posturas, como otras que puedan existir, responden al general convencimiento de que, en ese periodo y por circunstancias diversas, se ha llegado demasiado lejos en este despojo del Estado que ha dado de sí, en realidad, un mosaico de poderes locales en buena medida reeditor del viejo panorama feudal o, según otras apreciaciones más funcionales y modernas, causa de un nuevo caciquismo visiblemente incompatible con la integridad conceptual y funcional del Estado.
Los profesores Sosa Wagner y Mercedes Fuertes han saltado a la palestra con un impactante libro –“El Estado sin territorio. Cuatro relatos de la España autonómica”—en el que, respetando el modelo autonómico de la Carta Magna, toman partido abiertamente por una reforma en profundidad de nuestra realidad política que trate de neutralizar el efecto anulador del propio Estado, provocado por la práctica de una descentralización que no ha respetado el principio de prevalencia de éste sobre los territorios autónomos ni ha mantenido respecto de él la imprescindible lealtad institucional. No es posible, piensan ellos como infinidad de ciudadanos atentos, mantener nuestra vida política colectiva pivotando sobre esos dos inciertos pernos que son el creciente poder de los “barones” locales y el alejamiento particularista y, en consecuencia, insolidario, de esas comunidades sobrevenidas respecto a la estructura común del Estado.
Lo que Sosa y Fuertes vienen a concluir es que se ha dilapidado por completo el concepto de “bien común” o “interés general”, sobre todo como consecuencia de una práctica partidista decididamente decantada por sus intereses particulares. Las cuatro historias autonómicas que nos proponen para demostrarlo –la política del agua, la de la conservación del bosque, la de la gestión de la energía y la de los cementerios nucleares—persuaden con eficacia al lector a favor de esa protesta que ve en la fractura de la Administración común, en los términos en que ha quedado plasmada, una causa evidente de esta auténtica crisis del Estado de la que tal vez sólo podría redimirnos el sortilegio federalista. No es viable, obviamente, que los grandes partidos resulten incapaces de coincidir en una razonable política del agua y mucho menos que mantengan en Aragón una estrategia y en Andalucía otra por completo opuesta. No lo es que los poderes locales impidan al Estado la gestión de los residuos nucleares y mucho menos que un bosque, como el de los Picos de Europa, pertenezca a tres autonomías distintas o que un río como el Guadalquivir sea adjudicado a una sola de las regiones por las que discurre en lugar de ser administrado por el viejo sistema de cuencas que no admitía otro árbitro que el Estado.
Era requisito clásico del Estado, junto a la población y al poder político efectivo, el de la posesión de un territorio común sobre el que ejercer conciliador entre sus diferentes parajes. El desarrollo de nuestra Constitución y, por supuesto, los imperativos partidistas, han desahuciado ese esquema entregando un territorio que debería considerarse inconsútil a la voracidad particularista de aquel feudalismo remozado. Y a eso es a lo que se oponen –sin rechazar el modelo constitucional, insisto—nuestro invitados de hoy. El Gobierno de ese Estado saqueado carece ya de poder para intervenir sobre elementos que conciernen a varias comunidades y eso, en la práctica, es un efecto perverso que habrá que corregir tarde o temprano aunque sea en nombre de la propia supervivencia. Porque los ejemplos que ofrecen Sosa y Fuertes son, sin duda posible, de lo más convincentes pero lo grave es que tampoco es dudoso que se podrían hallar muchos más. Si no se hace al fin caso a advertencias como la que hoy nos ocupa, día llegará en que nuestro montaje institucional implosione. Bajo sus escombros, ni David ni los filisteos tendrán tiempo entonces para rectificar.