Hay en España más de tres mil aldeas abandonadas. Las dejaron, seguro que sin mirar atrás, lugareños de toda la vida que se habían quedado solos cuando los jóvenes y medianos se fueron a la ciudad en busca de más vidilla. Las he visto en Madrid, en Andalucía, pero sobre todo en el Norte, en Galicia y Asturias y hasta he tenido el privilegio de recalar en alguna de ellas con sus cinco habitantes, sus hórreos abandonados, su escondida fuente y sus vacas dejando oír lentamente el concierto de sus badajos. Un par de ministerios y otras tantas autonomías han inventado un plan conjunto de recuperación de ese país silencioso, pero en Internet crece la oferta barata e incluso la invitación de comprar un pueblo completo, un pueblo para uno solo, como el país personal de que hablaba Gog. El tirón de la cultura urbana, con sus muchas ventajas, resiste la competencia de una ruralidad de la que va desapareciendo la vida, pero esta crisis ha contribuido a equilibrar esa competencia sugiriendo idealizada la utopía de la vida genuina, la paz de la Madre Naturaleza, el reencuentro con un modelo perdido de existencia incomparablemente más simple y más puro que la agregación urbana. Claro que volver sobre nuestros pasos implica renunciar a valiosas ventajas, en cierto modo renunciar al modelo de vida convencional para inspirar hondo entre la bruma neolítica, renunciar a vivir al día a cambio de vivir un siempre en el que se refugia acaso el humanismo primitivo. Pacíficos invasores de la pálida y confusa Europa andan comprando esos pueblos nuestros, con sus casas en ruina, su iglesia cerrada a cal y canto y su cementerio olvidado. Los despierta al amanecer el lento comején de los cencerros, los duerme la nana narcótica del viento entre los álamos, un silencio intemporal los devuelve a la realidad última. Que le vayan dando a la ciudad, al aire podrido, al embotellamiento y a la prisa.
El tiempo lento es un tesoro supremo. La soledad un premio de sabios. La postmodernidad ha parido el pasado, su exigencia y rigores parecen devolvernos la memoria del territorio original, el milagro de todo eso que crece por libre, los prístinos olores de la leña quemada, del agua en el regajo, de la yerba invasora, de la tierra empapada por la lluvia y de la flor silvestre. Hay una vida posible al margen del ruido y la furia, libre del código inhumano, del monóxido y del telediario. Tres mil aldeas tientan al urbanita con una oferta intacta de paces indecibles.
Usted y su tendencia escapista, compensación sin duda de su gravoso compromiso ideológico y profesional. Sí, la vida urbana rechaza ya a los más sensibles y la crisis puede que nos haya hecho ver que, mientras sea posible, escapar del infierno urbano es la mejor solución.
Ay, jefe querido, qué tentación, levantarse por la mañana tempranito, oyendo la pajarería, caminar sobre el suelo intacto, escuchar la esquila, el agua fluyente. Me ha puesto usted los dientes largos. Es curiosa esta cultura que se pirra por el campo pero se aferra va la ciudad como a un clavo ardiendo. Si no fuera porque el Hospital cae lejos, a mi edad…
Proyecto atractivo, pero ¿se irá usted a vivir a la aldea de los cinco habitantes¿ No lo creo, pero admiro su buena intención y su bella prosa.
Ay…
En mi tiempo había aún curas de pueblo, de los de teja y manteo, perro y escopeta. Me daban mucha envidia. Muchas veces me he arrepentido de no haber elegido esa «kora», serena, silenciosa, tan propicia al espíritu como ja sabe penetrar.
Ya en el XVI, ¡en el 16! Fray Antonio se dejó caer con aquel menosprecio de corte y alabanza de aldea. Y no se puede decir que aquellas calles de la corte bulleran de cláxons matutinos, ni de máquinas barredoras a horas destempladas. Ni de demasiadas prisas.
Se añora lo que se pierde y en nuestra memoria del adn está ese neolítico que alude el Anfitrión pero en el que la subsistencia era tan dura. Lo dice quien pasó un larguíiisimo curso escolar en uno de los pueblos más recónditos y en el paisaje posiblemente más bello de la sierra huelvana. Todo los que me visitaban, que fueron muy pocos, elogiaban la paz, el silencio solo roto por el sonido del caño de agua limpia y fría siempre manando, el bosque de robles, el más meridional de Europa que subía hasta el risco. Y yo contestaba: «sí, sí, la mar de hermoso para un fin de semana, para una quincena en el buen tiempo si me apuras».
Permitidme que copie aquí los versos del Miguel el cabrero, llegado a la ciudad y que siemptre me trae a la memoria el 11-S:
¡Rascacielos!, ¡qué risa!: ¡rascaleches!
¡Qué presunción los manda hasta el retiro
de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches
tanta soberbia abajo de un suspiro?
P. S. Mi querido y respetado don Páter, allá en la Galicia profunda donde me pierdo meses y meses cada año, usted seguramente sabe que, siendo tierra de emigrantes, de embarcados y viudas, al curita joven que llegaba con manteo y teja, escopeta y perro, enseguida se le buscaba barragana en evitación de otras cacerías y aguardos más peligrosos. Que la aldea procura pocas distracciones y hasta el jamón más perfumado y la miel más silvestre cansan. Y es que de cuando en vez me distraigo un poco leyendo a Pereda.
Qué gusto leer a tanta gente generosa, inteligente y culta.
Me gustaría ganar a las quinielas para comprarme un pueblo de esos, arreglarlo y hacer de él mi Tebaide. Por supuesto estarían ustedes invitados en cuanto quisieran. The more the merrier.
Besos a todos.
PS Pués yo, con una buena biblioteca y la electricidad, una vez jubilada y pudiendo seleccionar a los habitantes del pueblo, pués iba sin pensarlo dos veces.
«Menosprecio de Corte y alabanza de aldea», mi querido/a don/ña EPI era una especie de hippismo «avant la lettre», una simple y bella metáfora como la de la «escondida senda». Esto es otra cosa, me parece a mi, humildemente, porque implica «estar de vuelta» de la convivencia urbana que se impone desde el siglo XIII y revienta el en XX. Su experiencia en la bella sierra huelvana es todo un alegato, de todas formas, y no seré yo quien le discuta su razón.
Aún recuerdo nuestra visita al pueblo fantasma de Patones (?), hace tantos años que no quiero contarlos, con las calles vacías, las casas cerradas y medio en ruinas y, efectivamente, su iglesia cerrada. Entonces éramos más jóvenes…