Confieso que a mí nadie me ha presentado a la Opinión Pública. Tal vez ni exista tal como se la invoca, lo que no implica que no funcione como una opinión dominante o una minoritaria. En todo caso, sociológicamente, hay que contar con ella y hasta intentar sondearla y medirla porque parece lógico que quien gobierna debe aspirar a conocer los deseos y rechazos de sus administrados. Pero es, e pesar de todo, un concepto que con frecuencia revela su peligrosidad, incluso cuando es convocada a pronunciarse. La democracia es un régimen de opinión pública, ya lo sé, pero también sé que ese ejercicio fue el que propició el advenimiento legítimo de Hitler y el que sigue manteniendo embalsamados en la leyenda a Perón o a Mao. ¿Qué ocurre, por ejemplo, si el juez Castro no imputa a la Infanta Cristina y qué si lo hace? Pues que en el primer caso dirán que no somos iguales ante la ley y, en el segundo, que ha provocado una crisis institucional, en ambos supuestos sin hilar demasiado fino. Y sin embargo, es obvio que lo primero responde a una insólita presión social –no hay más que leer el auto del juez para confirmarlo—que proviene de un colectivo al que supongo mayoritariamente compuesto por “sans-coulottes” y “tricoteuses” que limitan su conocimiento del complejo caso a la simple impresión televisiva. Un telediario es hoy, en la práctica y aunque no se lo propongan sus locutores, un juicio oral con todos sus avíos. Quien salga en él sospechoso de algo ilícito o nefando no tiene cuartel. ¿Qué podemos esperar que haga un juez a poco que vea el telediario?
Estoy con quienes dicen –Ignacio Camacho, por ejemplo—que, respetando el criterio público en principio, no pueden respetar estos seísmos instintivos, sentimentales más que productos de la razón, que la verdad es que convierten en puro dilema, si es que no en aporía, la resolución de los casos en que el famoso ande por medio. ¿Qué pasó con Farruquito, para bien y para mal? ¿Qué está ocurriendo con Ortega Cano? Pues que el pueblo soberano se divide entre quienes querrían verlos expuestos en el rollo y quienes quisieran verlos salir impolutos de sus pleitos. En ambos casos con apasionamiento, insisto, casi nunca con razón fundada. Y es en ese laberinto en el que ha de moverse un juez tanto si va de estrella como si luce opaco. Por eso el juez Castro le ha endosado el tema a la Audiencia. Cuando no se encuentra el hilo de Ariadna lo mejor es saltarle las bardas del laberinto.
Uno de los rasgos definidores de la opinión pública es que siempre, y especialmente a toro pasado, se apunta al caballo ganador.