Es verdad que los quebraderos de la crisis económica, con su honda secuela social, están logrando ocultar en un penumbroso segundo plano la gran cuestión del proyecto de España. Cada era tiene su concepto y proyecto de la nación, con el que se corresponde su diseño de Estado, y ahora que andamos a trompicones sobre el osario de la Pepa, cuyo bicentenario se pretende concelebrar sin demasiada coherencia, es un momento inmejorable para mirar atrás en busca de una de esas coyunturas en que los pueblos desconcertados se buscan a sí mismos, y desde luego para entender que, como entonces, como hace dos siglos, la nación española –que entonces recién nacía entre himnos y salvas—anda en busca de su propia identidad e imagen, perseguida esta vez por gabachos indígenas. La Historia gasta estas bromas impropias, como la de que el interés personal y exclusivo de un politiquillo de fortuna pueda condicionar el de un país bimilenario hasta dejarlo irreconocible. ¿Cuál es el proyecto de España en este momento crucial –crisis aparte, porque ésta ya pasará, desde luego—tras escuchar esta misma semana al responsable del Gobierno de la nación (del Gobierno del Estado diría él) arengar en el “debate indentitario” catalán a quienes él sabe de sobra que no son sino separatistas graduales? ¿Y cuál es ese proyecto tras escuchar una vez más en la voz debilitada pero contumaz de ETA nuevas propuestas de paz negociada con un Gobierno que, probablemente, nunca he dejado del todo de negociar con ella a cencerros tapados, un proyecto que estriba ni más ni menos –como el catalán—en el despiece de la nación histórica?
Hay que decir en justicia que Jaime Mayor ha sido el primero y casi el único en defender esto que acabo de apuntar, a saber, que el actual Gobierno, en su creciente debilidad y en busca de un éxito notorio, no ha interrumpido nunca –como, al menos en teoría, se le pide desde todos los azimuts políticos—esa estrategia de paños calientes destinada a mantener propicia al menos la posibilidad de un final del terrorismo que los expertos –y Mayor es uno de los más destacados entre ellos—comprendieron hace tiempo que no puede consistir más que una derrota en toda regla de los terroristas. Y quizá por ello se siente abrumado por esa doble circunstancia –antiespañola, históricamente hablando—constituida por el proyecto rompedor de ETA y el plan entreguista de ZP, dos proyectos de los que, en realidad, sabemos poco por su propia naturaleza, ya que el primero consiste en los propósitos, lógicamente indescifrables, de una banda delincuente, y el segundo en una impredecible y oportunista disposición a cualquier cosa que suponga el mantenimiento en el poder del propio mandatario que decide.
Hay muchos españoles que, como el vasco Jaime Mayor, no discuten ya ese doble riesgo evidente, y que como él echan de menos en nuestra hora presente al menos un signo de rebelión ideológica frente al doble desafío descrito, un proyecto capaz de abanderar la resistencia ante el crak práctico de la nación que resultaba impensable antes de la llegada sobrevenida y en apuros de los actuales responsables. Un crak y unas causas de los que, paradójicamente, sabemos poco aunque mucho se haya discutido sobre ellos, y por más que cueste entender siquiera que con ellos exista un futuro normal, razonable y no desnaturalizado, para España. Esperamos que hoy Mayor Oreja nos replantee la cuestión con su proverbial serenidad, con la esperanza de que bajo el debate quede algún punto firme y seguro. Las naciones viven momentos difíciles, acosadas desde fuera y desde dentro, y la Historia muestra que a veces logran salir de ellos indemnes si no reforzadas, aunque siempre, por descontado, tras liberarse de sus errores. Y no pocos indicios apuntan a que algo de eso podría estar tramándose en estos momentos en la intrahistoria española. Los pueblos son en ocasiones débiles y hasta dóciles, pero no necesariamente necios. Nosotros podríamos comprobarlo, tal vez, más pronto que tarde.