Hace muchos años que los estudiosos de Chu Ku Tien, aquel descomunal hallazgo paleontológico que dio un vuelco a la antropología, discutieron con vehemencia sobre las razones que pudo tener el caníbal primitivo para considerar el cerebro del enemigo cazado como manjar predilecto. El propio padre Teilhard terció alguna vez en ese batiburrillo para proponer sosegadamente que la idea de que la ingestión de un órgano permitía al comedor asumir las virtudes de su anterior propietario era la que movía al predador humano más que la no poco inverosímil teoría de la búsqueda de proteínas divulgada, sobre todo, a partir de ciertas interpretaciones vulgares de las fértiles ocurrencias de Marvin Harris. Es decir, que el hombre asumió bien pronto que la facultad de pensar, que tan agudamente marcaba las distancias entre su especie y las otras, radicaba en el cerebro, y hasta es posible que, al menos durante algún tiempo, hiciera compatible esa convicción con las diversas hipótesis –ya más avanzadas culturalmente– sobre la residencia orgánica del alma o principio vital. La obsesión por conocer ese órgano prodigioso ha llevado al hombre a tratar de averiguar sus funciones y a proponer su localización en sus distintas áreas, y es cierto que no siempre -recuérdese la amarga experiencia de las primitivas lobotomías– con criterios seguros ni con intenciones aceptables. Una obsesión que no cesa, como esta misma temporada se encargan de probar los diversos descubrimientos, más o menos fiables, que nos llegan desde la neurofisiología. Unos sabios acaban de proponer, por ejemplo, la localización exacta de la función intencional como no hace tanto otros colegas suyo proponían la hipótesis de que la predicción no era más que una función orgánica ubicada en una región bien definida, a saber, la situada a la izquierda del córtex y comprendida entre el cerebelo posterior derecho y el procuneus izquierdo. Más allá del escepticismo (que no deja de tener sus razones, desde luego) forzoso es admitir que la ciencia libre ha acabado por confundir inextricablemente la mirada materialista con la que ingenuamente ha reclamado para sí, durante siglos, la legión de cruzados del ánima.
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Comprendan que, en cualquier caso, el hallazgo de la sede de las intenciones suena no poco a fantasía inquisitorial por muy fundamentado que el hallazgo esté desde un punto de vista científico. No nos faltaba más que, además de la presunción de que nuestra capacidad predictiva puede ser controlada por el aprendiz de brujo, se nos descuelguen ahora los sabios pretendiendo que son capaces de controlar nuestras intenciones más escondidas, algo que, de confirmarse algún día, supondría ni más ni menos que el fin de esa autonomía psíquica en que tradicionalmente hemos fundado nuestra monarquía animal. Casi al tiempo de leer la noticia me encuentro ya por ahí, miren por donde, alguna enérgica refutación de su hipótesis, pero hay que admitir que la discrepancia en este terreno no supone gran cosa además de pertenecer en exclusiva a la cofradía de sabedores que es, como se sabe, una de las menos unánimes entre las que puedan encontrarse en el género humano. No quiero ni pensar, eso sí, en que algún día la técnica para conocer la intención quede al alcance, si no de cualquiera, al menos de esa elite prometeica que parece empeñada en liquidar el misterio de la vida hasta en sus raíces más profundas. Cioran decía (ya lo he contado aquí alguna vez) que todo persigue a nuestras ideas, empezando por el cerebro. Pero uno tiene la sensación de que es la ciencia la que nos persigue, benéfica y dañina, civilizada y bárbara, tortuga o lebrel que nos empuja hacia delante mordiéndonos los talones. Alguna vez leí que Torsten Wiesel calculaba “en un siglo o un milenio” el tiempo que necesitaríamos para comprender el cerebro. Hay días, como hoy, en los que me apunto al segundo plazo.
Tiene el Jefe más que probada su asiduidad a las fuentes de esos conocimientos (?) que día a día nos sorprenden, aunque bien matiza que «…esa cofradía de sabedores es… una de las menos unánimes entre las que puedan encontrarse en el género humano».
Asistan, asistan, no ya a un congreso de eminencias mundiales de altos apellidos, sino a una sesión clínica mañanera en uno cualquiera de nuestros hospitalillos y vean a los obreros de la medicina enzarzarse en bizantinismos, apelando unos al Lancet, por ejemplo y otros al JAMA, añadiendo de su propia cosecha la sal y la pimienta de su propia experiencia.
Al final se habrán formado dos bandos -los miístas y los otristas, que diría don Pedro- irreconciliables… hasta la hora del aperitivo en que, juntos en la cantina del hospital, volverán a confraternizar haciéndose lenguas del gol de Kanouté o de la proeza del motero.
Una servidora se guardaría muy mucho de insinuar nombres ni apellidos, ni siquiera iniciales, pero fuí testigo -¿o testiga?, oiggg- de cómo un gurú de no diré qué famosillo hospital convenció a toda su cuadra de las excelencias de un determinado fármaco. Luego supe que la marca le pagaba un ‘congreso’ ¡de quinde días! en un determinado paraíso turístico. No mucho después, el laborat… huy perdón, el fabricante de la cosa se la tuvo que envainar porque a pesar del bombo y platillo, el mejunje de marras, una vez utilizado masivamente fuera de los experimentos, daba unos efectos secundarios de no te menees.
De los ‘excelsos descubrimientos’ de la ciencia me creo la mitad de la mitad, y del cuartillo restante me creo una décima parte, esperando que pasen diez años después de fulgurar en el firmamento de los prodigios.
Dice Ciorán:
«Toda idea es neutra o debiera serlo; es el hombre quién la anima, quién proyecta en ella sus pasiones, locuras, sus sueños engendrados de monstruos: Transformada en creencia, se incustra en el tiempoy adopta figura de suceso.
Esta quiebra de la razón, que deriva en espasmo, genera las ideologías, los dogmas y las pantomimas sangientas de la Historia».
Perdónenme Doña Epi y demás señoras pero Ciorán al igual que la mayoría de los grandes pensadores… era un perdido misógino.
17:38
¿Misógino? Ya sabe don Abate (ahora que no mira la Sra. Griyo) que el que pierde una buena mujer no sabe lo que gana.
Gracias a Wikipedia he podido enterarme que a Ciorán, de quien nada sabía, va lía la pena no conocerlo. No perderé más tiempo con él.
El cerebro, que es lo más complicado que “conocemos” siempre será motivo de controversia sencillamente porque no lo conoceremos jamás. Nuestros cerebros no dan para tanto.
Tampoco se alarme nuestro ja por el futuro ya que es control de las intenciones está en el presente, ya por medio del marketing, ya por los medios y cómo no por los políticos que no deja de influir en las opiniones de quienes les creen.
Me han desanimado esos comentarios sobre Cioran, que no esperaba en este blog. Aparte de que ya deberían tener motivos para respetar un poco las referencias que jagm hace en sus trabajos a autores y doctrinas. No me explico cómo se puede descalificar a un autor de esa categoría con esa broma.
Me temo que mi don prof no fue bien dotado por su hada madrina con el sentido del humor. Viva usted, buen hombre, embebido y empapado en su sabiduría, pero déjenos a los pobres ignorantes revolcarnos en el lodo de nuestra estulticia. No nos prohiba cosas. Total, ¿a usted qué más le da?
Es usted, mi querida y aimpatiquísima señora, la que me toma el número cambiado sin que yo niegue que tal vez mi nota iba escrita en tono más conrundente de lo discreto. Soy fiel seguidor de sus comentarios, que no me parecen nada ignaros –no se esfuerce en confundirme– sino bien cultos y bien fundados. Hoy trataba sólo de reaccionar ante unos comentarios contra Cioran y he debido expresarme con mal tino. Mis disculpas.
La cita de Cioran, motivo de discordias: muy a tono con el destino de ese profundo pensador. Me extraña la trifulca porque ja lo cita con cierta frecuencia y me consta que conoce a fondo su no muy asequible pensamiento. El tema bien merecía que nos hubéramos dedicado todos a él sin distraernos.
23:38
Disculpe, amable Prof., pero lo poco leído, poquísimo más bien, sobre Cioran me incita a no abrir ningún libro suyo. La vida acaba lo suficientemente mal como para amargárnosla antes de que acabe.
Un señor que hace profesión de su amargura, que alaba el suicidio, que envidia la crucifixión de Jesucristo y no sé cuantas cosas más, a mí no me incita a su lectura.