La estremecedora imagen de las dos niñas de Sallent que se precipitaron al vacío desde el balcón de su casa dejando a la vista sus cartas de despedida, vuelve a poner sobre el tapete la cuestión del suicidio, calamidad sobre la que tanto el INI como Eurostat vienen advirtiendo, al menos, desde el otoño de 2021. Algo falla en una sociedad cuando en ella se registran once suicidios al día, a pesar de que sabemos que, en esta trémula estadística, España figura en una zona media, superada tanto por las exultantes naciones nórdicas como por las afligidas tercermundistas.
Conviene insistir en que el progreso de la desdichada imagen del suicida sugiere con vehemencia una profunda crisis de la esperanza, sin duda feudataria del intenso fracaso moral vivido en estas sociedades inervadas por nuevas y desconcertantes ideologías. En Japón la sobrecogedora moda del suicidio se ha ritualizado hace años pero no hay que olvidar la contribución prestada al fenómeno por unas redes sociales convertidas en ocasiones en auténticas celestinas de la muerte. Y por si fuera poco, sabemos ya que la edad de los suicidas registrada en la población infantil y adolescente desciende desde hace años.
En torno a las últimas dos niñas se discute sobre la posible causa de su trágica decisión, aunque debiera bastar la consideración del efecto desmoralizador ejercido por la presión ambiente sobre los jóvenes desesperados, los idealizados e inalcanzables cánones de belleza que extreman la autoestima, las crisis económicas y laborales o el progresivo desarraigo familiar. Los jóvenes que rechazan su imagen en el espejo de una equívoca publicidad, los que no encuentran salida a sus vidas personales o los afligidos por la malquerencia que debuta en la misma escuela con la práctica del acoso –el famoso “bullying”–, por no hablar de los desorientados desde el propio Poder con insensatas políticas sobre su identidad sexual, ven en la muerte una salida expedita de su vida.
Cuando en el otoño del 2021 lamentaba aquí estas mismas quejas, recuerdo que me atreví a cuestionar el desdén que expresó el maestro Durkheim sobre la influencia de los “factores externos” en la decisión del suicida. Hoy, a la vista del desastre, no desdeñaría considerar su propuesta de “sociedades suicidógenas” que tan criticada fue en tiempos. Y todo ello en la “cumbre del tiempo”, en el momento civilizatorio más solvente y opíparo. Ésta es, me parece, la consideración más mortificante que cabe hacerse frente a esas dos gemelas que, como tantos otros, han sido incapaces de asistir a ese equívoco festín.