Es posible que en la larga postguerra mundial que hoy desborda ya la memoria de las nuevas generaciones, no quepa registrar un acontecimiento internacional tan complejo como en la actual guerra de Ucrania. Se acepten o no las tesis pro-rusas que justifican la invasión como reacción frente a un presunto intervencionismo occidental manejado por parte de la OTAN, lo cierto e irrebatible es que el conflicto que, en un momento inicial, se presumió como una alegre aventura del nuevo imperialismo ruso, se ha convertido en un potente revulsivo capaz de polarizar la unanimidad de eso que todavía se llama Occidente y, de paso, desmontar en buena medida la imagen no poco mítica de la potencia postsoviética. Nadie podía imaginar, ni de lejos, una exhibición patriótica como la protagonizada por los combatientes ucranianos y menos el éxito, siquiera provisional, de un Gobierno acorralado apoyado hoy por una aplastante mayoría que ha logrado en pocos meses arruinar la imagen de una Rusia en manos de una oligarquía mafiosa liderada por un aventurero hoy aislado por completo en el (des)concierto mundial.
Cómo no evocar el mito prototípico del combate entre el gigante Goliat, con sus tres codos y un palmo, y su coraza de cinco mil siclos, retando a diario al pueblo vecino en sus jactanciosas exhibiciones por el valle del Terebinto? Aunque la Biblia, por boca de Samuel el profeta, dé dos versiones de esa legendaria ordalía, y por más que el detalle de la cabeza cercenada tampoco se autentifique en el texto sagrado, no es posible olvidar la airosa silueta de David, un pastor casi adolescente, plantándole cara al coloso tras haber renunciado a la armadura ofrecida por su rey. El arte se ha encargado en innumerables ocasiones de divulgar semejante odisea que nuestros contemporáneos hemos evocado ya repetidamente viendo, entre otros casos, a los yanquis huir del Vietcom o a los propios rusos escapar derrotados de Afganistán tal como, años ante, los franceses se vieran obligados a salir por pies de una Argelia en la que habían perpetrado las atrocidades que hoy sabemos que perpetraron.
Una generación tras otra, David se mantiene erguido en el subconsciente colectivo decapitando al titán, posiblemente porque nunca resultó fácil extirpar del hipocampo la nebulosa pero sublimadora imagen de la victoria del débil sobre el fuerte. Ver a los rusos retirarse de los frentes ucranianos confirma esa hipótesis tanto como su frenético rentoy nuclear o la reducción de su estrategia a la abyecta determinación de asolar cuanto no fueron capaces de someter. El problema está en que, en todo caso, la decapitación del derrotado no es sino un probable perifollo surgido de la fantasía étnica del “pueblo elegido”. Nadie sabe con certeza, a qué engañarnos, cual es el poderío real del filisteo, por más que ya no tenga réplica la increíble hazaña patriótica de la penúltima nación avasallada.