El vasto repudio que ha acabado por aislar socialmente al sanchismo tiene, entra tantas otras causas, una principalísima: la extravagancia legal. Un Gobierno titiritero en el balancín oportunista es ya de por sí un peligro público porque no hay socio político que no anteponga sus intereses a la conveniencia colectiva y menos, claro está, paradójicamente, cuando ese compadre resulta ser minoritario. No tienen más que considerar el derrotero de Sánchez huyendo sin cesar hacia delante con los sabuesos mordiéndole los calcañares, pero somos muchos quienes pensamos que si algo ha precipitado el desprestigio de este insensato frentepopulismo ha sido la extravagante política legislativa en que ha creído sustentarse, error tras error y pamplina tras pamplina.
En los amenes de ese régimen, semejante estrategia ha llegado a rozar realmente el absurdo con esas leyes de estricta obediencia ideológica que poco o nada tienen que ver con la necesidad real de la nación, y entre las cuales destacan la atrocidad antinatural de la ley “trans”, el ridículo neofranciscano de la dedicada a proteger el “bienestar animal” por encima incluso del humano y, en fin, el temerario engendro del “sí es sí” que ha supuesto, de hecho, una vuelta al sueño ácrata de las cárceles abiertas. ¿Cabe imaginar siquiera mayor alejamiento de una realidad abrumada por el empobrecimiento rampante, una deuda pública insensata y una progresiva ruina laboral, por no hablar del desconcierto judicial y el cuestionamiento delincuente de la unidad nacional que ha puesto en el alero la Constitución vigente?
De hecho, el sanchismo no ha podido resistir la catástrofe que supone la liberación legal de los violadores que, si no ha resultado suficiente para romper la baraja y con ella el Gobierno, ha sido por la razón elemental de que los/las mindundis de ese “Gobierno bonito” no tienen donde ir fuera del estrambótico mejunje en el que, dicho sea con perdón, los ha venido Dios a ver. Todos hemos asistido estupefactos a este costeado carnaval cuyo legado pivota en equilibrio inestable sobre el temerario hallazgo de las identidades mutantes, la atención a la zoología antes que a la humanidad o la extensión del renovado guerracivilismo al ámbito natural de los sexos. Hace poco nos enterábamos de que una de esas normas extravagantes vetaba el uso de motores en las piscifactorías para evitar la posible disforia que su ruido pudiera provocar en los peces. Cuando la memoria permita juzgar semejante calamidad, esta última anécdota acaso nos hará sonreír con tal de no llorar.