Para pocos será una sorpresa el descubrimiento de la extremosidad española. No hay más que echar la vista atrás para comprobar con que galana naturalidad han pasado en La Moncloa de aplicarle el terrorismo de Estado –el “matarile” llegó a decir un temperamental ministro de la época– a los que pretendía romper la nación, a recibirlos con bandera, banda y música en la secuencia más miserable y entregada de que haya memoria. Aquellos tiempos en que Suárez lograba domesticar a Tarradellas o González entretenía a Pujol con sus bonsáis, incluso aquellos otros en que Aznar reconocía hablar catalán en la intimidad, parecen hoy una lejana leyenda. ¿O no? Fíjense en la ya célebre “mesa de diálogo” monclovita, y comprueben hasta qué punto ha fraguado la crisis de un Estado cuyo Gobierno legítimo se aviene a igualarse con un ejecutivo autonómico –ni más ni menos ejecutivo que el de La Rioja, pongamos por caso— que preside un delincuente inhabilitado en su papel de cristobita que desde la cárcel mueve algún recluso. No se pierdan la provocación de un procesado que exhibe con intención en esa mesa una agenda hermana de la que en su día le fue incautada por la autoridad por contener un detallado plan de rebelión. Y reflexionen en la gravedad que implica la simple pretensión de los sediciosos confesos de imponer un referéndum hoy por hoy ilegal, aparte de una ley de amnistía para desautorizar al Tribunal Supremo.
Este Gobierno será legítimo, ya digo, pero sin dejar de constituir un escándalo político y legal. Aunque, claro está, tal vez no podría ser de otra manera habida cuenta de que su “otra mitad” es una fuerza declaradamente antisistema, y sus apoyos, las propias fuerzas insurgentes. Hemos tocado fondo, en definitiva, y lo curioso es la pachorra bonachona con que media España –exactamente “media”— contempla el espectáculo aguardando unos resultados que –aparte de “transversales”, “sostenibles” y todo lo demás que exige el flamante repertorio semiótico– no pueden sino ser catastróficos, teniendo en cuenta que, encima, sean los que fueren, habrán de recibir el visto bueno de un preso sedicioso.
El “justo medio”, esa clásica utopía tan porfiada, resulta inimaginable para este apaleado país que pasa, visto y no visto, de la mafia policial al cambalache palaciego, y de las pistolas y bombas-lapa a las alfombras rojas. ¿Se imaginan a un Torras poniendo condiciones en el Elíseo o en Downing Street? ¿A que no? Pues eso es lo que este Gobierno insensato se ha esmerado en ofrecer en La Moncloa. Algún día comprenderemos cuánto le debe Vox al PSOE de Sánchez.