La Junta ha tenido la peregrina idea de promulgar una ley reforzando los mecanismos de la que ya funciona respecto a la llamada «memoria histórica». Va a ser una ley punitiva, en la que lo primero que se va a hacer es detallar un censo de títulos y símbolos políticos que, procedentes del franquismo, quedan aún quedan dispersos por ahí. Da la impresión de que lo que pretende esa «memoria histórica» es precisamente la amnesia, el olvido definitivo de un periodo importante de nuestro pasado en el que se cometieron barbaridades, como en toda guerra civil y en toda postguerra, lo que en cierto modo supone una amputación al recuerdo que poco ha de beneficiar nuestra cultura colectiva. Una de las cosas que llaman la atención al viajero que pasea por Londres es ver en pleno entorno del Parlamento más viejo de Europa la estatua triunfante del regicida Cronwell (Oliver, no Thomas) desafiando al tiempo y a una opinión tan monárquica como es la británica. En la Rusia de Putin y de las mafias, las estatuas de Lenin siguen en pie como presidiendo la merienda de negros perpetrada por la nueva oligarquía y en Georgia aún pueden encontrarse las de Stalin, pero en España, parece que se ha decidido amputar un periodo histórico como quien le hace la lobotomía al cerebro colectivo. ¿A qué viene insistir en esa persecución inútil, con la que está cayendo, cómo multar –¡encima!– a los pobres Ayuntamientos arruinados y cuál es la razón por la que esta batallita haya de entertenernos frente a la peor crisis que hayamos vivido nunca? Hay no poca gente viviendo de este nuevo cuento del alfajor que consiste en alancear al moro muerto, ésa es la explicación real de tanto celo depurador. Parece que no vamos a librarnos nunca de los comisarios políticos.
No querer enterrar la guerra civil equivale a que nuestros padres se hubieran cerrado en banda a liquidar la memoria de la guerra de Cuba o quizá la de las guerras carlistas, y defender esto no implica en modo alguno connivencia con un bando ni con el otro, al menos entre quienes hemos vivido obsesivamente –cuando era peligroso, no ahora, claro– el proyecto de una España sin bandos. Pero hay, por lo que se ve, quien se aferra al tema en el que encuentra nada menos que un empleo en este país de parados. Hay que asumir la Historia y ello exige eliminar toda visión maniquea. Dejad que los muertos entierren a sus muertos… No hace cuarenta años, pero hoy día resulta del todo apropiado este consejo evangélico.
Conozco un techo de iglesia, una maravilla, pintado al fresco, donde entre otras cosas hay una magnífica reproducción del antiguo escudo con el águila de san Juan, alias, «el pajarraco».
¿Subirá un espíderman con un espray a borrarlo? ¿Estamos locos?
Un beso, mi doña Marthe.
Nunca he entendido esa rabia que tienen los hombres de borrar hasta el recuerdo del adversario.
Besos a todos y uno especial para don Epi.