Una tarde, a principio de los 70, me explicó don Emilio Alarcos, whisky en mano, las razones por las que los «inmortales» de la RAE acababan de aceptar la convivencia en nuestro Diccionario de esa grafía, «whisky», junto con la más manejable de «güisqui». Alarcos era un hombre cercano, entusiasta de lo castellano y pionero del estructuralismo que, junto a esa hijuela nórdica de Saussure que fue la glosemática, contribuyó a popularizar entre ingenuos como el que escribe estas líneas, cuando aún buscábamos respuestas redondas a esta realidad cuadrada. Andábamos aquella tarde por Sahagún –otra de sus pasiones– y era de ver la astucia con que el maestro ajustaba los argumentos para justificar la audacia de sus colegas académicos que de esa manera tan expedita andaban renovando la lengua común. Nada permitía entonces vislumbrar la que se avecinaba con los nuevos tiempos, el «destape» semántico (y ortográfico) que se agitaba ya, paralelo al que en los teatros y las revistas iba dejando entrever el signo radical de una sociedad que presentíamos diferente sin imaginar siquiera el alcance de sus novedades.
Mucho ha llovido desde entonces, por supuesto, y mucho ha crecido el mogollón de palabros y expresiones, tanto populares como extranjeros, que han ido sentando plaza en el Diccionario para divertimento de no pocos hablantes y escarnio de otros tantos que entreven en tanta liberalidad un riesgo cierto de corrupción. La Academia suele alegar en ante las críticas su deber de mantener abierta una lengua que es viva, es decir, que evoluciona con el tiempo adaptándose a la necesidad o al gusto de los usuarios, mientras que sus críticos deploran el hecho no discutible de que esas admisiones implican inevitablemente la vulgarización y hasta la degradación sin más de un discurso milenario depurado en el filtro de los siglos.
Hay que admitir que la marca cosmopilita de nuestro tiempo justificaría, en alguna medida, la adopción de extranjerismos en una cotidianeidad repleta de conceptos nuevos, a veces incluso intraducibles, como «feedback» o «bypass», que en poco tiempo han noqueado a sus equivalencias indígenas. ¿Cómo sobrevivir sin lazarillo –¡o sin consultar con el nieto!– en un mundo repleto de «selfis» y «memes», másters y sunamis, escraches y empoderamientos? ¿Y cómo no lamentarse en memoria de Cervantes viendo autorizadas por los cultos voces como (prescindo de las comillas) almóndiga, culamen, arrascar o papichulo, en un entorno parlante en el que el cirujano habla (autorizadamente) de «baipasear» y el vigilante de la playa imparte normas sobre el uso correcto de la «toballa»?
Es posible y aún probable que, a este paso, ese nieto traductor que hoy nos orienta en la selva neosemántica y nos allana la complejidad de los mensajes semióticos, acabe en poco tiempo desorientado y diccionario en mano a la hora de disfrutar con las andanzas del Quijote o a la de informarse sobre las noticias del día que le sirve una prensa atrapada en el garlito de esta vitrIólica modernidad. Lo que haría más que cuestionable el viejo mote –«limpia,fija y da esplendor»– con que Felipe V aureoló a esa Academia que acaba de sacralizar el desmán gramático del estraperlista que, en plena postguerra, fue a comprarse un coche nada más cobrar su primer «pelotazo». «¿Y de qué tipo lo desea el señor?, preguntó obsequioso el concesionario. «¡Po de los más grandes que «hayga», compadre, de los más grandes que «hayga».