La ofensiva antieuropea, mejor eurófoba que euroescéptica, gana día a día terreno en los países de la Unión. En Francia, y de cara a las próximas elecciones europeas, las encuestas dan por ganador al lepenismo, convertido, eventualmente, en el primer partido nacional. En Austria, los herederos del fallecido neonazi Haider, están experimentando un auge espectacular dirigidos por el populista Stronach, lo que augura una futura alianza con los extremistas de Heinz-Christian Strache. En Inglaterra crece, al parecer, un “Partido por la Independencia” (¡) que trata de aliarse con los conservadores euroescépticos para forzar el referéndum al que Cameron se resiste como puede. Incluso en Noruega, un país con una tasa de inmigración nada inquietante, la derecha conservadora podría verse obligada a pactar con los ultras que dirige Siv Jensen, la llamada “Marina Le Pen noruega”, y entre los cuales se sabe que anduvo el autor de la matanza de Utoya. Los cafres delincuentes de “Amanecer dorado” no reconocen límites a su xenofobia en Grecia mientras en Italia un payaso como Beppe Grillo complica la grave situación del país con su propuesta antisistema. Parece que la princesa raptada a lomos del toro blanco no se reconoce ya ni a sí misma, vago complejo que, potenciado por los efectos de la crisis económica, propicia el cuestionamiento de la propia idea de Europa. ¿No suele decirse que los fascismos fueron el producto de la crisis del 29? Ahora a aquellos síncopes tenemos que añadir la inquietud provocada por la inmigración masiva que alienta un ultranacionalismo tan irracional como le corresponde por su propia naturaleza. No se ha forjado una Europa fuerte mientras ha habido tiempo y recursos, y éstas son las consecuencias.
Es posible que España quede fuera, de momento, de esa peligrosa tendencia aún sin contar la aventura secesionista que se prepara en Cataluña, una singularidad que de poco ha de servirnos si el proyecto europeo da al traste con las expectativas comunes. Y una vez más comprobamos que el músculo que mueve ese gesto es el miedo, antaño al peligro soviético, hogaño a la invasión migratoria. El problema no es ya salir de la crisis, pues es obvio que antes o después saldremos de ella, sino mantener en pie el tinglado más interesante de la historia continental, esto es, una Unión Europea que sea algo más que una lonja o un fielato. Las próximas elecciones europeas van a ser decisivas esta vez.
Mi abuelo solía repetir aquello de «para las cuestas arriba quiero a mi burro; que las cuestas abajo, solo las subo«. Probablemente ahora es cuando se necesitarán verdaderos líderes políticos, capaces de tomar iniciativas serias.
Tendemos a asociar esas ideas de ultranacionalismo, xenofobia y demás como de una derecha rabiosa, pero bien sabemos que donde tienen su principal nicho es en capas muy desfavorecidas, que difícilmente podemos identificar como conservadoras.
Creo que no estamos en un fin de ciclo sino metidos en el comienzo de algo no del todo aún definido.
P. S. Mi don Páter, sabe su Reverencia que mis invectivas tienen más de «animus iocandi», aunque sin renunciar a un puntazo de iniurandi. Cuando se ha levantado el velo, muchos velos, que ocultaban la podre zarzuelera, los que siempre nos hemos sentido republicanos hemos sido empujados a sentirnos seriamente antimonárquicos.
Veo que poco nos dice hoy ese buen título mitológico, y si embargo, la columna plantea un asunto tan cierto como grave. Y claro que todas esas locuras podrían localizarse en las «capas muy desfavorecidas», querido don Epi, ni más ni menos que porque esas capas tuvieron siempre un hueco para las actitudes «reaccionarias». Aunque si Le Pen gana en Francia no se podrá achacar seguramente a ese sector social una xenofobia que empapa las clases medias e incluso las superiores.