Entre la idiotez y la perversión, la ministra Irene Montero acaba de añadir a su lamentable historial una aberrante opinión que, por supuesto, aspira a consagrar legalmente: la de que un menor es libre de repudiar el contacto pedófilo pero también, “a sensu contrario”, de aceptarlo, teniendo como tiene, según ella –sea “niño, niña o niñe”– pleno derecho para mantener relaciones sexuales “con quien le de la gana”. No sabemos aún si esa manifestación impía culminará el indecente haber político de la ministra-consorte, pero lo desconcertante es el silencio con que los numerosos “progresismos” en nómina blindan, de hecho, el insufrible disparate, lamentablemente en línea con la actitud connivente mostrada en repetidas ocasiones por muy altos círculos de la Izquierda.
Hace bien poco me hice eco aquí mismo del libro de Camille Kouchner –la hija del ministro y creador de “Médicos sin fronteras” e hijastra del profesor Duhamel– en el que denunciaba los abusos pedófilos perpetrados por este último sobre su hermano, y lo hice para subrayar las consecuencias lamentables del permisivismo habitual en esas élites de la izquierda francesas que comparten con la gran burguesía la voluntad de que “la ropa sucia se lave en casa”. Allí recordé el apoyo que personajes tan admirados como como Sartre, la Beauvoir, Roland Barthes o Gilles Deleuze, junto a Lyotard, la doctora Dolto y hasta Louis Aragon, prestaron a la pretensión de Foucault de legitimar la “pedofilia no abusiva”, penúltima locura patológica de aquella mente prodigiosa. Locos y obsesos sexuales como la ministra Montero no hacen, pues, más que continuar la deriva psicopática –y por supuesto, criminal—que acabó rizando el rizo del más envilecido progresismo francés del siglo pasado.
La cuestión está en preguntarse hasta dónde será compatible el obcecado pansexualismo de estos radicales –más determinados por sus hormonas que por su precaria razón– con la decencia tradicional que exige el más elemental sentido común. Entregar el sexo de los ángeles a una desviada lubricidad adulta, más allá de la monserga foucaultiana del “biopoder” castrador, es sencillamente un crimen de lesa humanidad reconocido unánimemente en las legislaciones civilizadas. La inocencia debe ser protegida a toda costa y más allá de cualquier especulación pseudolibertaria surgida de mentes exacerbadas o de piruetas ideológicas. No imagino a unos padres, cualquiera que sea su orientación o su nivel, dispuestos a entregar sus menores al capricho de la lascivia impúdica. Éste es un grave paso que sólo podía dar desde un Gobierno una ministra ignara tan dependiente de sus propias fantasías como ajena a cualquier moral social civilizada.