Don Julio Caro Baroja vivía frente al Retiro, en un piso alto del número 50 de Alfonso XII, desde la ventana de cuyo despacho contemplábamos en otoño el vasto mar de oro viejo del parque. Don Julio nos citaba a media mañana y aparecía indefectiblemente con su atuendo britanizante –¡aquellas chaquetas de tweed sobre el jersey de cuello alto…!–, amable sin estridencias, atentísimo siempre, conversador inolvidable sobre lo divino y lo humano, pues sobre ambos mundos fue un raro y hondo sabedor. Encima de su ordenada mesa había siempre un mazo de cuartillas sobre las que iba escribiendo espaciadamente mientras reservaba abajo un amplio espacio para las innumerables notas que surgían de sus muchos saberes. Conservo como oro en paño el manuscrito de uno de sus capítulo de sus “Los orígenes complejos de la vida religiosa” que tuve el privilegio de ofrecer como adelanto en una revista oficial, y cuya relectura me ha hecho cavilar tantas veces sobre la posibilidad de que no haya habido en su generación hombres más sabios que él y mi maestro Maravall.
Don Julio vivía en familia, entregado al estudio, viajaba con frecuencia a “Iztea” –la casa de don Pío en Vera de Bidasoa— donde, junto a su hermano Pío, conservaba religiosamente la memoria del gran novelista y el poso cultural de una familia que, como la suya, había sido clave en la cultura de la generación anterior. La trasera de la vivienda daba a los jardines de “El Botánico” y en sus dependencia atesoraba una espectacular biblioteca en la que se añadían, como estratos complementarios, textos de historia, antropología o folclore cuidadosamente ordenados.
No creo que nadie haya abierto un camino más ancho en la cultura española ni acertado con tanto tino en numerosos de sus aspectos más arduos como prueba su obra impagable. Pero tampoco que haya habido sabios tan asequibles y generosos, tan cercanos al interlocutor, ni tan conmovidos como él cuando surgía el recuerdo de su tío don Pío, de su desdichado padre (el editor Caro Raggio) o de su familia en general.