Mi amigo Jorge Campos –en realidad se llamaba Jorge Renales–, el viejo precoz represaliado de la JSU, fue uno de esos sabios íntimos, que dedicaron si vida en la postguerra a ganarse la vida con su discreto trabajo, en su caso trabajando en la editorial Taurus de la mano de García Pavón, pero sin dejar su obra editora sobre autores románticos –su edición de Larra en la B.A.E. es de referencia obligada—ni perder de vista a sus contemporáneos. Mi estrecha relación con él se produjo con motivo de la edición de primer trabajo –“La idea de sociedad en Valle-Inclán”—en aquella editorial que entonces ya dirigía Jesús Aguirre y en la que destacaba brillante un joven José María Guelbenzu que acababa de publicar una novela de tan considerable acogida como “El Mercurio”.
Jorge anduvo un tiempo enredado con unas “Conversaciones con Azorín” –acaso la más fina aproximación al maestro del 98– y con ese motivo y mis propias aficiones –yo preparaba un malogrado texto sobre la escritura azoriniana—me invitó un día a visitar al gran escritor en su piso de la calle Zorrilla (creo que hoy visitable como museo) donde el maestro nos recibió con una amabilidad gélida y cortés, sin perder en ningún momento su inquietante sugestión de esfinge parlante. ¿Por qué insistía yo en llamar a La Cierva, su protector, “Mano de hierro”, por qué hacía caso al famoso “¡Muera Maura!” de la golfemia valleinclaniana?, me preguntaba no sin alguna severidad. Recuerdo mi embarazo pronto auxiliado por la voz conciliadora de Jorge quien poco menos que me entronizó como el gran azoriniano de la nueva generación, como recuerdo el gesto apenas insinuado de Azorín mientras nos señalaba libros sobre los anaqueles de su estupenda librería. En el silencio de la casa, creímos entrever por un instante, tras los pasos de una sirvienta, la silueta de doña Julia Guinda, la esposa veneranda del escritor. Azorín hablaba despacio y con una entonación leve, muy lejos ya de aquel jovenzuelo anarcoide del paraguas rojo que trataba de epatar a la Corte recién llegado de sus sueños levantinos. Vi luego a Azorín, varias tardes, en el cine Bellas Artes, acompañado como era habitual de Aurora Bautista, y asistí, en la primavera del 67, a su extraño sepelio en el que, junto a la áspera presencia de no pocos jóvenes, se multiplicaban los coches oficiales. Menos Valle, la Generación del 98 echó a andar por la izquierda y acabó en la derecha. Lo certificaba el propio Arias Navarro en aquella presidencia del duelo.