No sé si la más grande pero, desde luego, una de las más elocuentes, ha sido la noticia del «pucherazo» perpetrado días atrás en la autonomía castellano-leonesa y luego en la cántabra por los «regeneradores» de Ciudadanos. Hace años fue notición de alcance nacional el que dieron picaros y sollastres en Jaén y Sevilla, en aquellas «primarias» sociatas que dejaron en la cuneta a Borrell y a Borbolla, privando aquel del timón del partido, –que navegaba al pairo tras el gonzalato– y a este último de la candidatura a la alcaldía de Sevilla. En todas partes cuencen habas, a ver, pero ya verán como en esta ocasión el eco de la perrería resuena con un tono disginto al de entonces. También en Andalucía se estrenó, que yo sepa, la aventura de la democracia cibernética cuando un jovencísimo alcalde de Jun logró ensayar en su pueblo ese voto telemático del que abomina, con más razon que un santo, el incansable ojo público de Ignacio Camacho porque, según él, con semejante ingenio se puede manipular el recuento, suplantar al votante e incluso alterar el censo. Unos militantes escrupulosos de Ciudadanos, escamados a tope, han tenido que aclarar que su temor era que «un dedo mágico» lograra imponer de extranjis a un candidato apoyado por el propio Rivera. Y a la vista está lo que pasó.
Quien hizo la ley electoral hizo la trampa, por lo visto, al menos desde que Romero Robledo, siempre diligente y al servicio del mejor postor, lograra imponer su técnica electoral en la crónica caciquil, pero también, como acabamos de comprobar, en plena «sociedad-red» y nada menos que de la mano inocente de los que, de creer en sus proclamas, decían venir a dignificar esta depauperada democracia, como puede comprobar cuaquiera que haya seguido la estela de los movimientos emergentes como Podemos o Ciudadanos. El nuevo cacicato tiene su propio puchero, lo mismo en las manos de Sánchez que en las del hermano de Bush.
En estos inéditos cuarenta años de paz, nuestra actual democracia ha sido acusada de casi todo menos, a salvo de contadas e insignificantes excepciones, de pucherista. Aquí se ha defraudado a chorros, se ha permitido el terrorismo de Estado o se ha llegado a arruinar la fe pública en la política. Pero lo del puchero, tan significada herencia de la galdosiana Restauración de nuestros bisabuelos, apenas si había aflorado en manos de algún virtuoso aunque disimulado devoto del «centralismo democrático». Ya ven: los últimos en llegar, los jóvenes «regeneradores» que iban a meter en cintura a las desahuciadas cohortes de la Transición –lo mismo con la mano derecha que con la izquierda–, no han tardado en confirmar la inquietante inevitabilidad de la trampa en la vida pública. No hay manera, por lo visto, de extirpar el cacique de la entraña política. Hasta Franco, que no lo necesitaba, trampeaba sus amañados referendos.